Todo es un espejo

Escribe Claudio Penso, especialista en impulsar procesos de cambio y crecimiento.

Los primeros sofistas tenían una profesión valorada: enseñaban la sabiduría y la elocuencia.

 
Ya en la época de Sócrates y Platón se llamaba sofistas a los hombres que podían engañar a otros por medio de la elocuencia y argucias argumentales. Esos seres astutos tenían el fin del lucro, podían defender todas las causas y cautivaban a sus oyentes hablando del bien y el mal como si todo fuera lícito. Viajaban a través de pueblos pequeños y se sentían atraídos por la ebullición de Atenas.

 
Pero esos discursos habían prosperado en un suelo nutricio. Los aplausos y el entusiasmo eran los ecos de su propia decadencia. Esas mentiras celebradas en forma estruendosa por sus formas elocuentes, estaban en perfecta armonía con el estado social, religioso y moral de los griegos.

 
El heroísmo, la virtud, las artes y las ciencias se habían desdibujado. Afluían los tesoros de Asia, el lujo obnubiló a los atenienses que preferían celebrar los placeres del cuerpo más que las ideas.

 
Protágoras, el más célebre de los sofistas afirmaba que «El hombre es la medida de todas las cosas. No hay más que lo que se manifiesta a los ojos de cada cual».

 
A través de la historia, cada época refleja con perfecta nitidez su propia identidad. Los sofistas no transformaron a los griegos en mundanos y materialistas. Ellos tenían esos sentimientos y crearon sus filósofos para que los reflejaran como un espejo.
Claudio Penso
Especialista en impulsar procesos de cambio y crecimiento
claudio@claudiopenso.com

noticias relacionadas