Los sueños

Escribe Roberto Díaz

Toda persona, a no ser que sea muy obtusa, tiene algún sueño. Los sueños pueden ser viables y pueden ser, también, utopías. Pueden ser pequeños sueños como sueños gigantescos, esos que son difíciles de cristalizar.

Pero es importante que la gente sueñe. Decía el poeta alemán Holderlin: “el hombre es un Dios cuando sueña y un mendigo cuando piensa”. Es un concepto tal vez muy fundamentalista porque el pensamiento, sabemos, es el motor de la acción y es, tal vez, el ejecutor del sueño.

Pero frases, más o menos, los sueños de una Nación, cuando se cristalizan, pasan a ser grandes epopeyas. El sueño de la “tierra prometida” que encaró, en su momento, el pueblo hebreo; el sueño de ver cristalizada la Democracia que encaró, en su momento, el pueblo argentino, han sido grandes sueños que, luego, se concretaron y nos permitieron crecer como comunidad.

Hay sueños personales que son gigantescos. Cuando Jenner decidió y soñó derrotar una enfermedad tan espantosa como la viruela y lo consiguió, ese sueño pasó a ser una realidad monumental para toda la humanidad.

Recordemos que un palacio como el Taj Mahal fue soñado por un rey; ¡cuántas noches, nuestros patriotas habrán soñado el 25 de mayo! Y Cervantes, también soñó el Quijote mientras ocupaba aquel inmundo camastro en la mazmorra…

El sueño es patrimonio del hombre; al menos, el sueño importante, ese que puede cambiar el curso de la historia o la evolución humana. Esos sueños que, alguna vez, se sueñan con los ojos abiertos, obra de la imaginación, de la inquietud, de la maravilla. El sueño que nos eleve como seres, que nos señale que podemos adquirir trascendencia, el sueño modificatorio de tantas cosas.

“Para soñar, soñar en grande” dice un viejo refrán popular. Y con esa sabiduría que, a veces, emana del pueblo, el refrán adquiere lógica y verdad. Los hombres no se resignan a los sueños chiquitos; recordemos aquella hermosa parábola de los griegos cuando Icaro se fabricó aquellas alas para alcanzar el sol. Es cierto, no lo alcanzó. Las alas se derritieron producto del intenso calor, pero Icaro será recordado por el intento, por haber soñado llegar a esas alturas. Con el tiempo, el hombre, que no se conforma ni resigna, fabricó una máquina como el avión, capaz de elevarse a inmensas alturas y, luego, no conforme, inventó el cohete espacial para recorrer aún más distancias.

Esto es el sueño: infinito, inmensurable, cósmico.

Por eso, muchas veces se necesitan funcionarios imaginativos, que sueñen, que proyecten cosas gigantescas. No importa si, luego, no se puede concretar. La vida del hombre está llena de logros y fracasos, de prueba y error. Pero así la humanidad creció, así avanzamos en la historia, así alcanzamos cosas.

Y aunque no lo seamos, atrapemos la frase de Holderlin: “El hombre es un Dios cuando sueña…”

robert_diaz38@yahoo.com.ar

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