La nostalgia en sus laberintos

Escribe Antonio J. González.

 

Debo confesar que muchas veces transito los senderos de la nostalgia. Y no lo menciono como una culpa, sino como una derivación de sentimientos, recuerdos, tiempos vividos, lugares y personas que han dejado su huella en la arena de nuestras costas. Es parte del inventario personal, de la formación o deformación que han modelado lo que somos. Volver a ellos no es una acción gratuita, indolora, insípida. Cada uno puede hablar de sus propias experiencias nostálgicas y sacar sus conclusiones. En mi caso, es parte del alimento, y por ello vital e insoslayable, pero no para quedarme en los hilos invisibles de los recuerdos sino para comprender, cada día con mayor certidumbre, la trama sensible que nos forma, muchas a veces inconscientemente.

 

“Confieso que he vivido” podría parodiar a Neruda, pero los lectores de esta columna se habrán percatado de ello, porque estas crónicas semanales están atravesadas –más allá de un acto voluntario- por ese sentimiento arraigado y pegado a nuestra piel. Y no lo hacemos con tristeza o reproche, sino como dato a tener en cuenta a la hora del balance y en el momento de las opciones contemporáneas. Sin sufrimientos, penas o reproches. Naturalmente, sin agachadas.

 

No le tengamos miedo a la nostalgia, digo. No  muerde, no llora, no sangra, porque acostumbramos a edificar las horas con raciones de sentimientos que edifican, fortalecen, justifican, los actos de nuestros días. Volver, como dice el tango, pero sin la frente marchita. Sin los sentimientos de tristeza o pena que causa el estar lejos de esos tiempos o de las personas y lugares añorados.

 

Esta nostalgia es referida como un sentimiento que toda persona puede atravesar en cualquier etapa biológica. En este caso son ladrillos de la estructura emocional, vivencial e inteligente que nos gobierna, conciente o inconcientemente. Sepan comprender los lectores, entonces, esta recurrencia pertinaz, sobona, que muchas veces deambula por esta página. ¿Qué seríamos, entonces, sin esa fuente de conocimiento y experiencia?

 

Para colmo, no he cambiado de barrio. Vivo en el mismo donde crecí desde hace 80 años y a cada paso encuentro referencias que me hablan de aquellos años. Cada día son menos, pero aún está en pie el ceibo en la esquina de mi domicilio hasta los 10 años. Desde la calle puedo ver –todavía- la pieza de chapa que albergaba a nuestra familia y que cobijó varios años de mi infancia. Allí me desvelada la forma en que los Reyes Magos podían entrar por la puerta de madera, sin abrirla. Allí, sentado en su escalinata de madera, veía asombrado las aguas del río lamiendo nuestra pieza, una de las grandes inundaciones de aquella época. Por esas veredas corría con mi triciclo hasta el cansancio, con la esperanza de ser, algún día, como los superhéroes de entonces. Hasta puedo sentir aquellas emociones, anécdotas y rutinas. Nada más hermoso que revivir nuestra vida en la modesta cocina de chapa y madera donde mi madre cocinaba las carnes que mi padre traía de La Negra.

 

¿Quién nos quita lo bailado? Aquí está, latiendo aún. Es vida o nostalgia, pero es.

 

ajgpaloma@hotmail.com.ar

 

 

 

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