Augusto Frin, yuyos y sanación

Escribe Antonio J. González

“Las verdaderas causas para escribir la biografía de Augusto Frin – explica Juan Gimeno en su libro “Augusto Frin, un pionero de Villa Domínico”- se deben buscar en sus particularidades y experiencias humanas”. “La más importante –continúa Gimeno- fue su extraña capacidad paranormal que le permitía ver lo que nadie podía ver, conocer hechos futuros antes de que ocurrieran, o aspectos del pasado sin recurrir a ninguna fuente de información. Simplemente aparecían en su mente, como aparecen los recuerdos o las ideas. También podía conocer detalles de los objetos que no eran visibles para el común de las personas, capacidad que direccionó hacia la realización de diagnósticos casi instantáneos, con la sola condición de conocer el nombre y apellido del enfermo”.

El Laboratorio Frin fue muy conocido en los años de nuestra juventud, cuando la ciencia médica aún no había avanzado tanto en los diagnósticos y curaciones, y existía el conocimiento de la herboristería que hemos heredado de los primitivos habitantes de nuestra pampa y otras regiones del país.

“Otro de los motivos por los que se evoca a Augusto, es por la eficacia de las yerbas medicinales que preparaba y vendía, que prescribía como complemento de sus diagnósticos –sigue diciendo Gimeno-. Su saber sobre herboristería fue aprendido conviviendo durante toda su adolescencia con los aborígenes del Gran Chaco. En 1907, cuando comienza a comercializar sus yerbas, el estado de la farmacopea era muy distinto del actual. No se conocía la penicilina, que recién fue utilizada en seres humanos en 1940; tampoco ningún antibiótico, ya que el primero fue la tirotricina, aislada en ciertas bacterias del suelo por el bacteriólogo René Dubos en 1939; o la estreptomicina, descubierta en 1944, eficaz para combatir muchas enfermedades infecciosas, entre las que se incluía la tuberculosis. Ante tantas limitaciones, no es extraño que sus yerbas hayan tenido un rápido éxito comercial, ya que llegaban no para competir, sino para ocupar un lugar vacío en el tratamiento de las enfermedades”.

Hoy las propiedades curativas y tonificantes de algunas hierbas no es materia de discusión, porque hay suficientes comprobaciones científicas que avalan su contenido de sustancias beneficiosas para los humanos. Pero a esta disciplina se agregaba – en el caso de Augusto Frin- su personalidad, su carácter benefactor para los vecinos y especialmente aquellos más necesitados.

“Por último –cuenta Gimeno- se lo recuerda por su bondad y su desprendimiento a la hora de ayudar a los que menos tenían, y por su compromiso con instituciones de base, a las que fundó o con las que colaboró permanentemente. Fue un hombre que la fortuna no lo alejó de su barrio ni de sus vecinos. Destinaba una parte significativa de sus ingresos para obras de solidaridad, con la sencillez con que el hombre de campo tiende la mesa a cualquiera que golpee su puerta. Dio siempre a quien le pidió, sin necesidad de crear una Fundación para poder deducir las donaciones de sus impuestos”.

Es una evocación desbordante de fervorosa reivindicación hacia la figura de este hombre de Domínico que había logrado una fama que superaba los límites de nuestra ciudad. Ha sido admirado, respetado y también vituperado, pero el recuerdo de su solidaridad, su sapiencia y su extrema capacidad de ser útil al prójimo no está en discusión. Quedan, como en el caso de Juan Gimeno, emocionados recuerdos y experiencias que construyen su memoria,
a pesar de todo.

ajgpaloma@gmail.com

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