Rojitas, un ídolo inolvidable

El ex crack de Boca fue distinguido como pesonalidad destacada de Avellaneda.

El tiempo pasa, pero a los ídolos jamás se los olvida. Su recuerdo trasciende las barreras generacionales y basta con evocarlos, para convertirlos en verdaderos mitos.

Tal es el caso de Ángel Clemente Rojas, una verdadera gloria nuestro fútbol y uno de los máximos ídolos de la historia del Club Atlético Boca Juniors, quien recibirá un nuevo homenaje, esta vez, de la ciudad que lo vio nacer.

Es que “Rojitas” será reconocido “Personalidad Destacada de la Ciudad de Avellaneda” por la gran relevancia que tuvo en el deporte nacional.

“Esto es algo que jamás en mi vida lo imaginé. Cuando me enteré de esta propuesta, no lo podía entender. De grande no sé si me lo gané, pero creo que hice las cosas bien y tuve muchas satisfacciones a lo largo de mi carrera”, dice el maestro, emocionado, en una entrevista que se parece más a una charla de café.

Ángel Clemente Rojas nació en Sarandí, el 28 de agosto de 1944 y debutó en la primera de Boca a los 18 años, un 19 de mayo de 1963, disputando un partido memorable, que marcaría el inicio de una épica trayectoria.

Desde chico, su vida era la pelota. “Ya en el vientre de mi madre, pateaba”, cuenta, entre risas, don Ángel. En aquellos felices años de su infancia, se pasaba la mayor parte del día en el potrero, escapándole a los libros. Y cuando se hacía de noche, seguía pateando en la calle, con los pibes del barrio -algunos otros cracks de su misma época como Santoro, Perfumo y Bernao-, bajo la luz mortecina del farol de la esquina de Tte. Coronel Magán y Comodoro Rivadavia.

A tan solo 20 cuadras de los estadios de Racing e Independiente, Rojitas iba delineando un estilo de juego que se caracterizaría por los arranques electrizantes y las gambetas impredecibles. Pero por esas cosas del destino, su primera camiseta no sería celeste y blanca ni roja, sino azul y oro. En el camino pudo haber sido jugador de River Plate, si el portero de la entidad de Núñez no hubiese sido tan estricto con el tema de la citación. Entonces fue Boca, el club que lo adoptó como su hijo pródigo.

“Yo había ido a acompañar a un amigo del barrio, de una familia en muy buena posición económica, a probarse en Boca. La prueba era en el Club Agronomía, en La Paternal. Ahí estaba Bernardo “El Nano” Gandulla, y mi padrino, que había ido conmigo le empezó a hinchar para que me probara. El tema era que yo tampoco tenía la citación. Le insistió tanto, que al final me dieron una pecherita, un pantaloncito y unas medias. Yo tenía las zapatillas Flecha, no me olvido más. Le preguntó a mi padrino: ¿De qué juega? De 9, contestó. Entré y tuve la suerte de hacer cinco goles. No sabés, después, la desilusión del pibe que acompañe, porque yo había quedado y él no. Ese fue mi comienzo en Boca”, recordó Rojas, una de las máximas leyendas boquenses.

Cuando llegó a primera, el entrañable relator Bernardino Veiga lo bautizó “Rojitas”, porque la figura delgada de Angelito -pesaba menos de 60 Kg.- contrastaba con la contextura corpulenta del contemporáneo delantero xeneize Alfredo Hugo “El Tanque” Rojas.

Movedizo; encarador; pillo, para ubicarse en el lugar indicado, en el momento justo y dueño de una “cintura de oro”, según afirmaban los periodistas de la época -aunque él mismo siempre relativizó esta cualidad-, Rojitas estuvo a punto de colgar los botines el mismo año de su debut, luego de un encontronazo con un full back de Huracán (un tal Devoto) que le dejó como saldo la rotura de los ligamentos de una rodilla. Pero volvió con todo y dejó una huella imborrable en quienes lo vieron jugar.

Entre el 63 y el 71, Ángel disputó 222 partidos con la camiseta de Boca Juniors y convirtió 79 tantos. Durante ese lapso, el club de la ribera consiguió 5 títulos: los campeonatos del 64 y 65, la Copa Argentina del 69 y los Nacionales del 69 y 70.

Aún con algunos altibajos futbolísticos y lesiones de por medio, Rojitas fue siempre protagonista en esas conquistas, siendo uno de los artífices de victorias inolvidables, gracias a sus jugadas inverosímiles y sus goles decisivos.

De sus momentos destacados, resulta imposible no mencionar su famosa actuación en aquel 2-1 a River en el 65, que lo dejaba a Boca a tiro de campeonato. O no repasar la temporada del 69, en la que tuvo continuidad y un nivel superlativo de juego, convirtiéndose en el goleador del equipo, junto a Norberto “El Muñeco” Madurga. Ni tampoco se pueden olvidar el golazo a Rosario Central en la final del Nacional 70 y aquel vibrante “doblete” en la red, para sellar un 3 a 3 contra River, en cancha de Racing, en el 71.

En el camino, “El Pelado” -así lo apodaban de chico- ejecutó una travesura que quedó entre las más recordadas anécdotas de nuestro fútbol. Fue en el 68, en el Estadio Monumental, frente al eterno rival. “Yo era un mocoso. No tenía 20 años, todavía. Y por ese tiempo Amadeo (Carrizo) -para mí, el arquero más grande de la historia- estaba usando una gorra de cábala. Tenía no sé cuántos minutos de valla invicta. De noche se ponía la gorra, de día se ponía la gorra. Y en ese partido con River, los grandes (Rattín, Menéndez, Marzolini y Roma), los patrones -a los que yo trataba de Usted- me dijeron: le tenés que sacar la gorra a Carrizo. Dicho y hecho. Cuando salió el equipo, y fueron a posar para la foto, fui por atrás, cruzando por la pista de atletismo. Y le toqué un hombro a Amadeo y cuando se dio vuelta, le saqué la gorra. Me empezó a correr pero, ¡Qué me iba a agarrar!”, exclamó Rojitas, sonriendo, pero sin perder la compostura y recalcando el respeto que siempre tuvo por el gran arquero “millonario”.

Aquella nota de color del 23 de junio de 1968 no se hubiese empañado, de no haber coincidido con el trágico episodio de la puerta 12, en el que fallecieron 71 hinchas de Boca.

En 1972, Rojitas fue a jugar al Deportivo Municipal, de Perú, donde -si bien mostró chispazos de buen fútbol- ya no era el mismo, físicamente. Retornó a Boca en el 73, quedando libre hacia fin de año. En 1974 volvió a su Avellaneda natal y jugó para Racing y al año siguiente, emigró hacia Mataderos para vestir los colores de nueva Chicago. Un año más tarde, en 1976, volvió al sur, para jugar en Lanús, donde logró el ascenso a primera. Y permaneció en el “Granate” hasta el 77, para luego despedirse del fútbol en 1978, jugando para Argentino de Quilmes.

Sobre este efímero pasaje final de su carrera, Rojitas es autocrítico. “Cuando me fui al exterior, ya no tenía ganas de jugar. Porque entraba a los estadios vacíos, acostumbrado a jugar todos los domingos con cancha llena. En Perú, prendí un pucho en el banco de suplentes, porque el técnico no me ponía y se armó un lío, que enseguida me mandaron de vuelta. Yo ya estaba grande”, resumió don Ángel y, tras una pausa breve, hizo otra confesión. “Resulta que yo era muy amigo de Herminio Iglesias. El era mi compadre. Y te puedo asegurar que en esos últimos años, seguí jugando porque él me lo pidió”, admitió, casi en voz baja, el astro xeneize.

Luego del retiro, saturado del mundo del fútbol, don Ángel dejó de ir a la cancha y se aisló completamente durante unos cuantos años, en los que se dedicó al negocio de los seguros donde llegó a conformar “una interesante cartera de clientes”. Hasta que un día lo llamó un compañero, que lo devolvió al club de sus amores. “Silvio Marzolini, -un gran crack, y como persona, espectacular- me dijo: vos tenés que volver a Boca. Así que él me arrimó de nuevo al club. Estuve muchos años con los chicos de las divisiones inferiores y después empecé a viajar al interior, donde tuve el privilegio de recorrer las 350 peñas que Boca tiene en las 24 provincias de nuestro hermoso país. La gente que me recibía me abrazaba, no me dejaba ir. Ahí me di cuenta de lo que yo representaba para Boca”, comentó Angelito, con orgullo.

La historia de amor incondicional de la gente de Boca hacia el gran Rojitas tuvo otro emotivo capítulo en el 2002, con el merecido partido homenaje. Allí disfrutó, una vez más, de una vuelta olímpica en el verde césped de La Bombonera, junto a sus íntimos amigos de antaño.

Hoy, a los 66 años, Ángel Clemente Rojas disfruta de un nuevo reconocimiento y afirma que “lo más grande que tiene uno en la vida es la familia y los amigos”, y que “los nietos son una gran satisfacción”. Eso lo saben María Inés, su esposa y compañera de toda la vida; sus hijos: Martín, Pablo y Marcela y, por supuesto, sus nietos: Agustín, Nicolás, Sofía y Antonella.

“Creo lo único que me faltaba en la vida era esto”, dice, con humildad. “Uno no espera estas cosas, pero bienvenidas sean. Soy un agradecido de la vida. Creo que a la vida no le puedo pedir más nada, simplemente salud. Es que ya pasó mucho tiempo. Uno ya tiene una edad un poquito avanzada”, concluyó.

Es verdad, maestro. Pasó mucho tiempo. Pero a los ídolos como usted, jamás se los olvida.

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