Pepito Avellaneda, el de cadencias y pausas

Escribe Antonio J. González

«Empecé a bailar a los doce años en unos Carnavales en Avellaneda. Mi nombre real es (José Domingo) Monteleone, “Pepito Avellaneda” es un seudónimo. Soy descendiente de italiano y español. Iba a bailar en el Salón Duca, en el año 40, 45, 46. En el 45 di la primera exhibición: fue en el Teatro Roma de Avellaneda. Yo tenía quince años. Bailé con la hija de Royuelo, un kinesiólogo de Independiente”, así se expresaba en un reportaje en 1994. Fue uno de los exponentes en los firuletes del tango en las pistas y los escenarios.

“El baile para mí es todo, me alimento. Bailo y me alimento. Tenía muchos contratos, por ejemplo en las provincias: Salta, Córdoba, Tucumán. Y aunque no me dieran nada, bailaba porque lo sentía…” Se expresa con soltura, con el alma, como cuando se mueve en la pista con la sencillez del bailarín nato de un tango refinado, sin piruetas ni saltitos, como acariciando el piso.

A partir de allí, empezó a dar clases, se presentó en televisión y en el número vivo de los cines de Capital y Gran Buenos Aires, con su compañera Estrella. Fue su representante quien lo rebautizó. Aparecieron luego giras por el interior del país y Uruguay, Brasil y Chile. También lo llamaban constantemente para dar exhibiciones en clubes y cabarets y en teatros como Boedo y Apolo. En 1990, Juan Carlos Copes, quien lo había conocido en el Club Atlanta, en 1948, cuando ambos recién empezaban a bailar, lo convocó para acompañarlo a Canadá con su compañía.

Pepe se sentía un creador, un inventor de mucha de las figuras que usaba para bailar milonga. Bailaba todo, desde salsa hasta jazz, desde cumbia hasta tango. Pero la sabia y el talento estaba en el tango. Bailó con todas las orquestas: Di Sarli, D’Arienzo, De Angelis, Pugliese, Caló y Gobbi.

“Bailar lento es muy difícil – decía – por eso, a casi todos los milongueros les gusta el tango orillero, marcado, rítmico, ese donde se repite, sin prisa y sin pausa, la misma secuencia sin una pizca de creación”. “Bailar lento, no cualquiera puede,- decía- ya que hay que darle mucha importancia a las cadencias, a las pausas y al equilibrio. Un tango lento no se puede bailar “todo seguido”, porque no se transmite nada, “no es poético, no es tango”.

Daba clases en Argentina y en el exterior, en cada una de sus giras. Francia, Bélgica, Alemania y Holanda, lo tuvieron como invitado. En Japón y Rusia, sus alumnos le pedían que volviera. Actuó en dos espectáculos en Buenos Aires con la compañía de Copes. París lo recibió en 1993 y en Bruselas, fue invitado de honor junto a su esposa Gilda Susuki de Souza, por la revista Gotan. Pepito y Gilda se habían conocido durante una gira de él por Brasil y ella dejó su país natal para acompañarlo, a partir de ahí, por todo el mundo.

En 1996 se enferma y muere, luego de una de esas giras. Los tablados del mundo lloraron a este “repartidor” de pizzas del negocio paterno, el creativo de cuerpo bajito y regordete, pero con los pies en la tierra y, tal vez, ahora garabateando alguna nube, algún giro, alguna nueva figura coreográfica.

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