Necesitamos salir del encierro

Escribe: Juan Manuel Casella.

Como condición básica de estabilidad y permanencia, la democracia necesita cierto nivel de homogeneidad social. Las diferencias desproporcionadas en el plano material constituyen una injusticia que agrede la sensibilidad moral e impacta de manera directa sobre la posibilidad de convivir en paz.

Desde hace tiempo, Argentina muestra desequilibrios distributivos de carácter estructural, agravados por crisis cíclicas y repetitivas que provocan la sensación de que tropezamos siempre con la misma piedra, encerrados en un círculo vicioso del que no podemos salir y nos hace cada vez más pobres.

La baja productividad de la economía argentina -con excepción del sector rural de la pampa húmeda- explica en alguna medida ese fenómeno distorsivo. Para afrontarlo, el Gobierno sólo cuenta hoy con un programa fiscal y monetario acordado con el FMI, que lo financia. Pero no con un programa de crecimiento y desarrollo que nos permita salir del ajuste permanente.

La cuestión se complica cuando analizamos la situación en Occidente: crisis del estado de bienestar, concentración del ingreso, crecimiento del populismo autoritario, que hoy incorporó la variante norteamericana, en un proceso súper veloz que alteró los valores históricos de su sistema político, hasta el punto de correr al Partido Republicano desde el antiestatismo empecinado del “Tea Party” hasta el proteccionismo aislacionista de Trump.

La revolución digital prioriza el conocimiento por encima de los factores productivos históricos -tierra, capital y trabajo- y más allá de sus innegables beneficios, profundiza la exclusión social y favorece la consolidación de una aristocracia científica tecnológica dotada de un inmenso poder descontrolado, que incluso afecta nuestra libertad de decisión y nuestra privacidad.

La distribución justa de los bienes es una cuestión política. El mercado impulsa la producción, pero tiende a la concentración que agudiza las desigualdades, incluso en las sociedades ricas. Por eso, el equilibrio social depende de las políticas públicas, correctamente planificadas para asegurar una justa distribución del ingreso sin descapitalizar al sistema productivo.

Para alcanzar esa solución virtuosa, el Gobierno debe poseer niveles de representatividad, legalidad y eficiencia necesarias para superar la puja distributiva impulsada por las deformaciones corporativas que, desde siempre, han condicionado al sistema político argentino.

Es la política, a partir de su propia legitimidad, la que debe aportar las ideas y las alternativas humanas que tengan la potencia y la energía suficientes para garantizar la construcción de una sociedad abierta, participativa y justa.

El escenario preelectoral que hoy estamos avizorando parece no reunir las condiciones que favorezcan esa construcción. El macrismo y el cristinismo, en acción que parecería concentrada, fuerzan una rivalidad excluyente que busca impedir la aparición de otras propuestas competitivas.

Para eso, el macrismo actúa en dos planos: hacia fuera de “Cambiemos” asusta con el alarmante regreso del populismo autoritario y corrupto; hacia adentro, limita en todos los niveles la utilización de “las PASO”, que servirían para impulsar alternativas de otro origen partidario.

Por su lado, el cristinismo -con el mismo propósito- ratifica su confianza en un relato engañoso, en el que adjudica a Macri la estatura -que no tiene- de un enemigo del pueblo, cómplice de los grandes grupos económicos y socio de todo privilegio.

Puede ser que este diseño electoral maniqueo, en el corto plazo resulte útil a quienes lo promueven. Pero desde el punto de vista del funcionamiento del sistema, sus efectos serán claramente negativos.

En principio, porque reduce la libertad de participación y elección, condición elemental para una democracia electoral, en la que la representatividad real del modelo depende de que refleje fielmente las tendencias sociales.

En segundo lugar, porque un esquema electoral cerrado impide la utilización plena de los recursos humanos, la libre circulación de las ideas y la apreciación de esos matices en sus actitudes y comportamientos que sirven para valorar la dimensión intelectual y moral de cada candidato.

La adhesión fanática es acrítica por naturaleza. Para ella, todos los “nuestros” son buenos y todos los “ellos” son horribles y descalificables.

Luego, porque de esa manera no hacemos otra cosa que profundizar la brecha, llevando la competencia electoral al nivel de confrontación absoluta.

Esa forma de plantear las cosas siempre beneficiará a los autoritarios, que a propósito reducen el debate al esquema amigo-enemigo. Así será imposible encontrar las coincidencias -“Políticas de Estado”- requeridas para impulsar el cambio modernizante que necesitamos. Y quedará confirmada la sospecha de que una parte sustancial de la dirigencia política privilegia el pragmatismo especulador y carece de capacidad -o de interés- para diseñar y elaborar el mediano/largo plazo.

Por supuesto, debemos prepararnos para concebir y defender nuestras ideas con todo vigor. Pero sabiendo siempre que -en todo o en parte- el otro puede tener razón. Sólo así ampliaremos la capacidad de comprensión recíproca y garantizaremos la convivencia en paz.

 

Juan Manuel Casella

Artículo publicado en Diario Clarín (1/03/2019)

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