Las palomas también pelean   

Escribe Cristina Osimani. Dedicado a Judith Gómez Bas.

A Judith Gómez Bas

 

 

Te vi…  juntabas margaritas del mantel

Fito Páez

 

Después que corté una conversación desde el celular, una angustia cerró mi garganta, iba viajando en el colectivo hasta ‘El Pueblito’, un lugar con aire de pueblo chico dentro de la populosa ciudad de  Avellaneda. Quedaba aún en mis oídos la voz preocupada que me pedía apoyo a su dolor y también un pacto secreto entre dos, angustia que percibí y sólo atiné a sostener con palabras de consuelo, esa confesión imprevista desde el otro lado de la línea logró perturbarme. Descendí del vehículo y mientras guardaba el celular en mi bolso, caminé unos metros hasta la calle Larralde ensimismada en mis reflexiones. De repente un sobresalto, algo así como un aletear violento desde arriba hizo que levantara mi cabeza; allí sobre los cables del alumbrado dos palomas se desafiaban, casi diría con una furia que jamás había visto. Cómo, no era que las palomas representaban a la paz en el mundo, si muchos signos nos muestran imágenes de ellas como emblema de paz. En fin…

 

El Pueblito es para mí un remanso sin igual. Por lo tanto, siento que dentro de la cotidianidad de mi ciudad, cuando llego hasta él me entrego a la idea de estar en algún pueblo imaginario de la provincia de Buenos Aires. No le falta nada para asemejarse a esa percepción que suelo experimentar, aún tras el ruido y las bocinas de la avenida Hipólito Yrigoyen con su revuelo permanente de idas y venidas emitiendo los contratiempos normales que representa el apuro del hombre de estos tiempos. Ahí hay una línea divisoria, imperceptible quizá, que suele pasar inadvertida para otras personas, menos para mí. Es como si me acoplara a una historia formando parte de su argumento y más tarde, con suerte, fuera llevado al cine con la posibilidad de competir para ganar el Oscar como mejor película de habla hispana.

 

Pero vuelvo a la voz del teléfono y a las peleas de las palomas, a los árboles y, al atardecer que va cayendo lentamente sobre esas calles angostas de veredas chicas y envueltas por el sonido del tren, motivos que suelen abstraerme como si fuese un anestésico. Si alguien lee alguna vez este relato responderá desde sus pensamientos a una particularidad que siempre me impresiona ostensiblemente, ¿por qué sus vecinos caminan por la calle y no por las veredas? Será acaso que son calles y veredas de juguete. No sé, pero lo parecen. Y vuelven las palomas y la voz que me pide desde el anonimato, secreto absoluto, y me digo que la vida es una pelea continua con la adversidad, que debemos estar preparados para ello y… porqué las palomas también pelean…será tal vez por defender sus propios espacios o por instinto de conservación o más aún, por causas amorosas. Reflexiono.

 

Oigo mis propios taconeos mientras desde algunas casas se perciben diálogos, no es tanto lo que me separa de la intimidad de cada una de ellas. Todo parece estar cerca, casi al alcance de la mano, si hasta alguna rama caída me roza al pasar. Entre la vegetación desde las vías el ruido de una formación  crece a medida que va subiendo por el terraplén hasta llegar después, de una curva marcada, a la estación Avellaneda. El sol ya en su estado rojizo pega en los vidrios de las ventanillas dibujando rayas luminosas que mi vista no logra vislumbrar claramente. Es tan raudo su pasar. Otro día intentaré aprisionar un poco de ese brillo en el puño de mi mano.

 

Pero… estoy llegando al Jardín de la casa de Thaís, uh…está lleno de hermosas margaritas que le dan un aire campestre, algo así como si hubiese sido apresado por la primavera. Fuerzo apenas el pequeño portoncito blanco y camino hasta la entrada, toco el timbre y aparece Thaís, me besa con su calidez de siempre mientras su piel dorada resplandece. Sabe que ella me está esperando sentada en su sillón marrón, entonces la mira y le guiña un ojo. Observo que se le ilumina la mirada cuando me reconoce. Sonríe.

 

No le voy a  contar el secreto que me confesó la voz desde el teléfono celular, ni le voy a decir que… las palomas también pelean. No, sólo hablaremos de su pasado lleno de historias y anécdotas increíbles. De su perro Clavel que la siguió hasta la sede del glorioso club Independiente una noche de baile de carnaval, no puedo negar que se me ensancha el corazón cuando lo nombro al emblemático Rojo de Avellaneda, y mientras ella bailaba el vals, Clavel la escoltaba de una punta a la otra de la pista. No sé muy bien que pasó después que un señor de la comisión le preguntara si el perro era de ella y, que si así fuera, no podía permanecer en el salón. Creo que dijo con todo desparpajo…ah, ese perro no es mío y siguió bailando como si nada. Después en otro relato me refirió que su mascota solía subirse al tranvía para seguir a los miembros de la  familia. No me extrañaría que esa noche de baile, Clavel para volver, se hubiera trepado a uno de ellos.

 

Hablamos mucho de literatura, el tema nos apasiona, pero el anochecer llegó sin piedad, el reloj jamás recobra los tiempos transcurridos, es determinante.

 

Me fui con la promesa de volver. Siempre vuelvo. Afuera las luces blancas del alumbrado envolvían esas callecitas y los aromas se intensificaban a mí alrededor. Entonces me atenazó la nostalgia, no sé si porque mi padre vivió en ese lugar cuando vino desde Italia o ella con sus historias de vida y su amor incondicional al Pueblito me enseñó que vale la pena vivir  aunque sea duro el camino. Conclusión, siempre valdrá la pena vivir. Disfrutar del amor, de los hijos, de la familia y de los atardeceres pueblerinos, del sonido del tren y de la multiplicidad de margaritas de todos los jardines semejados a los de Thaís.

 

Irnos si es necesario guardando los secretos más profundos, esos que lastimarían a nuestros semejantes y aceptar que las palomas también pelean, aunque se las simbolice con el sello de la paz.  Esto nos indica que la lucha no sólo es humana existe también en los demás reinos de la naturaleza. 

 

 

Ya desando las vereditas que alguna vez imaginé desde algún cuento en mi niñez, de pronto me asalta el deseo incontenible de caminar por Arredondo como lo hago siempre, pero descalza, y por el medio de esa callecita angosta… porqué no. Fue buena la experiencia.

 

Casi estoy en la avenida Yrigoyen y experimento la sensación de emerger desde una niebla encantada. Cruzo rápidamente su anchura dejando huellas de margaritas tras mis pasos que siempre me recordarán a ella…asciendo al colectivo, respiro hondo recuperando tiempo y espacio.  Y como si regresara de un viaje fugaz, ya resignada, me entrego a la vorágine ciudadana de la insólita Avellaneda.

 

Cristina Osimani

cristinaosimani@yahoo.com.ar

 

 

 

 

 

 

 

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