La violencia como fenómeno de la construcción humana
Escribe la Lic. Andrea Fabiana Varela Seivane.
La violencia, de la naturaleza o de la cultura, ha presidido permanentemente la vida del planeta. Nunca, en toda nuestra existencia como especie, hemos podido dominarla. Por el contrario, practicamos la violencia toda vez que nos parece necesaria, teniendo en cuenta que siempre los pareceres personales son precisamente de un carácter radicalmente subjetivo, y aunque si bien esto último es así, no implica aceptar la violencia sumisamente y sin ningún reparo ya que el hombre ha creado ciencias según las cuales resulta incompatible con nuestra racionalidad la aplicación de la violencia.
Asistimos todos los días a distintos hechos de violencia que cuanto más individualizados están, más nos conmueven, más nos asustan y más nos amenazan.
Asistimos a la visión pasiva de un modo de convivencia que poco tiene de tal, y en el que, cada uno, al estilo del sálvese quien pueda vive su sentimiento de soledad e impotencia de una forma implacable.
La realidad que vivimos nos lleva a tratar con fuerzas y poderes violentos que, por lo general, terminan en un círculo de agresión creciente que parece no tener fin.
Aún así la raza humana ha intentado sobrevivir a las circunstancias más hostiles y expandir su fuerza y dominio sobre todos los puntos de la tierra. Todas las religiones, las creencias, los mitos que a lo largo de la historia como especie humana hemos ido elaborando, dan cuenta de la existencia de estas situaciones de violencia, así como de la necesidad de controlarlas aunque sólo sea respondiendo a la exigencia de sobrevivir. Y más allá de todo lo que podamos teorizar y elaborar intelectualmente acerca de la violencia, la violencia está ahí, como invencible, como algo que forma parte de la condición humana; y su modo de acecharnos es por lo tanto, bien diferente de lo que podríamos pensar como la fuerza de la violencia natural.
Es por eso que, más allá de todos los planos preocupantes que la violencia pueda presentarnos, podríamos pensar que siempre la violencia humana es un hecho social que ha omitido el universo simbólico. Aunque podamos pensarla, hablarla, historiarla, el hecho mismo de violencia, se constituye en acto, y como tal incide sobre otros hechos quizás no violentos de la vida social.
Un ejemplo de violencia muy cotidiano y que pasa inadvertido como tal, es la intolerancia, ser intolerante es siempre un fenómeno, una manifestación de violencia. Todos los discursos sobre la violencia, desde cualquier perspectiva que se den, intentan siempre un cierto dominio que es por lo general ineficaz sobre la violencia misma. Lo que no debe resultar un factor de rendición para quienes suponemos que, aún siendo un ingrediente normal de nuestra constitución, la cultura humana ha encontrado modos, a partir del establecimiento de la ley, en un sentido amplio, para regular la conducta de los individuos y asegurar la continuidad de la especie.
Sin embargo cuando nos enfrentamos con los fenómenos violentos e incontrolables, no podemos evitar un sentimiento de desazón e impotencia, así como la rápida percepción de que la polisemia de este concepto nos hace difícil un acuerdo que trascienda la violencia. Y aún a riesgo de acercarnos a un campo propio de los juicios de valor, remarquemos nuevamente la abismal diferencia que existe entre los fenómenos violentos de la naturaleza y los fenómenos violentos de la cultura. Los fenómenos violentos de la naturaleza nos ubican en un lugar de impotencia afectando a todo el tejido social, pensemos en las catástrofes naturales que han afectado a tantos millones de personas en todo el mundo, pero los fenómenos violentos de la naturaleza no engendran ese fuerte y destructivo sentimiento de odio, que en cambio sí es propio de la violencia humana, es decir aquella que el hombre fabrica, construye y moldea desde su capricho y su búsqueda incesante e infructuosa de poderío y no sometimiento a la ley.
Quizás la diferencia más importante entre una y otra clase de violencia, sea entonces lo que desde la posición de los seres humanos, cada una de ellas genera.
Podemos creer que cuando se trata de un fenómeno natural nos encontramos impotentes ante el mismo aunque nos movilizamos para reunir todos los recursos en el afán de reconstrucción y reparación, mientras que la impotencia y la angustia desatadas por un hecho que se produce pudiendo ser evitado, despierta fuertes sentimientos de odio, y por ende, de destrucción, que van complejizando en forma creciente una especie de avalancha incontrolable. He ahí entonces nuestro desafío más importante, poder ganarle la batalla a la violencia social, la más implacable y difícil de vencer, ya que depende de nosotros, los humanos. Y depende en el sentido más radical, del modo en como hayamos podido incorporar nuestras propias leyes de convivencia, y sobre todo si logramos aceptar la condición de incompletud con la que nacemos y vamos a morir.
Licenciada en Psicología
Andrea Fabiana Varela Seivane.
MN 34156
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