La Chancha en la costa de Sarandí

Escribe Antonio J. González. En la foto la “Chancha” y familia del cronista.

Debo volver atrás en la memoria, porque cuando tenía pocos años (menos de 15) mis padres iban con frecuencia a la costa del río en Sarandí. Allí mi tío conservaba un amplio bote donde nos cruzaba de orilla y navegábamos un poco por el curso limpio de aquellas aguas. Minguito era entonces un personaje raro y simpático para nuestros ojos infantiles.

Animador de fiestas y reuniones con su bandoneón, maravillosos murales y cuadros pintados armonizaban en su casa de la calle Jaramillo (ahora Begueristain), dueño de una imprenta en Dock Sud, de raíces italianas y democráticas, solía disfrazarse en una parodia de Hitler y su séquito, junto con su hermano y mi padre. Lo exótico y pintoresco (según nuestra virgen experiencia) alimentaba nuestros ojos y nuestra imaginación.

Entre esas novedosas realidades, Mingo era dueño de aquel bote que había bautizado “La Chancha” y lo dejaba depositado en uno de los clásicos recreos de la orilla norte del arroyo. Era el “Nino”, una casilla y un improvisado muelle sobre el arroyo. Con esa embarcación nos íbamos todos hacia la costa, que en ese entonces era un balneario agreste, pero limpio, y sus aguas aún conservaban el color del río, sin la basura y la contaminación que vino después.

Con su inseparable bandoneón, Minguito daba el clásico concierto con valses, milongas y tangos debajo de los árboles que bordeaban el río en esa zona, junto a los recreos y casillas, y los rudimentarios accesos al río, con una playa amplia y limpia, sin pendientes y pozos, como una pileta de baja altura de sus aguas que se extendía por cientos de metros hacia el sur.

Esa maravilla natural, agreste y sin dueño, era la clásica salida de los pobladores barriales que llegaban los fines de semana y los feriados con sus carros, sus autos, sus bicicletas o cargados en los rudimentarios colectivos que entonces llegaban hasta sus cercanías. Se convertía en la popular y democrática diversión de los veranos y algunas primaveras y otoños de nuestra infancia, escapando al calor o la rutina.

“La costa atlántica no era todavía un objetivo para las clases altas porteñas –dice Edgardo Cascante en uno de sus relatos-. Las “escapadas” hacia ambientes naturales consistían en salidas hacia las cercanías del Paraná (el Delta profundo era aun muy selvático y se convertía en una aventura); o paseos hacia el suburbio sur, más precisamente a la Isla Maciel, rodeada por un arroyo que solamente se enturbiaba con barro natural no contaminado, y por aquel Riachuelo en el que aun se podía pescar; del otro costado de la isla estaba el Río de la Plata”.

No sé si esta crónica apela a la nostalgia por aquellos tiempos o la necesidad de volver a mis primeros años. Tal vez sea un modo de revivirlas y la ilusión de rescatar aquellos paisajes, momentos y familiares. Y la famosa “Chancha” con los acordes del bandoneón de Mingo.

ajgpaloma@gmail.com

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