El viejo ceibo resiste

Escribe Antonio J. González.

Es sorprendente el acompañamiento que disfrutamos de los árboles a través de nuestra vida y aún mucho más. Su mensaje de perseverancia y ofrenda puebla las veredas y los parques de la ciudad y se recicla junto con nuestra existencia. Estas reflexiones surgieron una mañana de noviembre en la que descubrí la presencia, luego de más de 70 años, de un viejo ceibo en la esquina de Gral. Acha y Rivadavia en Sarandí. Con él, bajo sus ramas y sus rojas floraciones, crecí a partir de mis primeros años en el barrio. Corrimos a su alrededor con una rueda empujada por un alambre firme o buscábamos el reparo de su tronco en el juego de las escondidas. Allí mismo, en el cerco vegetal que rodeada la casa de la esquina, florecía una madreselva de cuyas flores saboreábamos el jugo dulce como un manjar. Ya no está porque dio paso al cemento y ladrillos de una nueva vivienda.

No es muy común ver el ceibo en nuestras calles, a pesar de ser nuestra flor nacional. Pero este ejemplar, junto a otro de su especie, resiste firme y erguido en ese rincón entrañable para quien esto escribe.

Y surgen, entonces, las reflexiones y el largo rollo de nuestras evocaciones. ¿Valoramos debidamente esta constancia y la alegre manifestación del árbol, cualquiera sea su especie? No siempre, por supuesto, porque muchas veces causamos su muerte, mutilación o daño. Cualquiera de nosotros puede comprobar esa agresión injustificada de algunos vecinos hacia los árboles que forman parte de este equilibrio ecológico y natural. En esos casos –salvando las imperiosas circunstancias que podrían explicarlo- prevalecen los intereses edilicios, comerciales o particulares por encima de la necesidad biológica y ecológica de tenerlos cerca, cuidarlos o ayudarlos en su crecimiento.

Por suerte, aún está firme el criterio sensato e integral de muchos vecinos de plantarlos y preservarlos de la acción depredadora del tiempo, el clima o los accidentes ciudadanos. Por eso sobreviven valiosos ejemplares arbóreos con sus troncos centenarios y su alta figura en algunos rincones de nuestro paisaje urbano. Eucaliptos, tilos, jacarandaes, sauces, paloborrachos, entre otros, permiten la permanencia de un aire más respirable, la compensación de las temperaturas exigentes y el protagonismo de la sola presencia con sus tres “f”; follaje, frutos y flores.

El municipio es el encargado de vigilar la salud de este patrimonio natural y así lo hace en forma periódica, a veces plantando nuevas especies en las calles, avenidas y paseos públicos. Pero la mayor responsabilidad es de los vecinos quienes debemos prevenir y evitar aquellos cercenamientos. Y ayudar al crecimiento y desarrollo de las nuevas plantaciones.

Volviendo a la evocación infantil. El viejo ceibo está entero, sin la altivez de otros hermanos, pero con la sencilla imagen del tesón y el aguante a los gases tóxicos, al propio smog de la ciudad y los barrios y a la acechanza de los taladores y algunos humanos desaprensivos. El viejo ceibo es sencillo y humilde. No tiene la fama o historia de algunos árboles de la ciudad, como los que surgieron de las semillas donadas por Domingo F. Sarmiento –según algunos historiadores- en el Parque Derechos del Trabajador en Domínico, o el Ombú de Preciado que era una señal geográfica en Gerli.

Tal vez la impresión personal y afectiva que circula por esta nota sea compartida por algún lector, pero cada uno sabe su dependencia afectiva con algún árbol que se ha enganchado a nuestra propia nostalgia. Una higuera, un limonero, alguna retama o un pino… Seguramente podremos repasar el recuerdo de aquellos que se convirtieron en protagonistas de una etapa vivida o bajo cuya sombra sólo descansamos, tomamos mate o mirábamos pasar las nubes. O corrimos a su alrededor cuando teníamos 5 años. No es poca cosa. Un regalo que la televisión o internet no pueden igualar.

 

Antonio J. González

ajgpaloma@gmail.com

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