Correale, el anarquismo y el sindicato

Escribe Antonio J. González

Nació en Piñeiro a fines del siglo diecinueve. Sus padres constituían una familia de inmigrantes italianos. Y como era habitual entonces, creció con los otros pibes del barrio, “hasta que un día que jugaban en la calle Rosetti –cuenta Humberto Correale- aparecieron cinco tipos en fila india cruzando el puente del canal, trayendo bajo sus brazos papeles, libros, revistas y otros bártulos. Nos impresionó la “pinta”, las corbatas voladoras, el chambergo y sus melenas. Se ubicaron en una casa vecina y nosotros asomamos la “jeta”, y como uno de ellos –Panchito Castellano- nos llamó: “¡Eh, los hijos de los proletarios, vengan!”, ahí nomás nos cautivaron.

A partir de ese momento nos daban a leer los diarios, periódicos y libros que tenían… Así fueron los primeros contactos con los anarquistas…”
Humberto se vinculó, allí mismo, con Angelito Piccolo que tenía una peña en la cocina de su casa donde se estudiaba, se recitaba poesías y discutía sobre la sociedad y la política. “Nuevamente me había juntado con los anarquistas y era un lector de La Protesta…” afirmaría luego.

A los trece años trabaja de aprendiz en un taller rural y comienza su conocimiento del movimiento sindical. “…íbamos conociendo otro mundo” dice. “En los sindicatos había conferencias todos los sábados en los que hablaban tipos que sabían mucho: maestros como Pablo Pizzurno, un crítico de arte como Félix de Amador, profesores de estética como Juan Leguizamón, y uno de los más grandes “marotes” de la estética y la filosofía como Juan Luis Guerrero y muchos más. Todos desfilaron por el Sindicato de Rurales Unidos de Avellaneda: Ahí nos hicimos nosotros…”

“Al ingresar al sindicato –continúa- enseguida me habían ofrecido el puesto de bibliotecario. Me gustó la tarea, por eso fui a la escuela a prepararme. Fui a la escuela nocturna de Fiorito, donde había un maestro entrerriano llamado Vallejos, un gran maestro que nos ayudó a descubrir y profundizar el mundo de la cultura al que recién nos asomábamos. De bibliotecario a presentar oradores en los actos públicos. De presentador a orador en actos, convenciones, asambleas. Fue un camino que día a día me integró más y más en la militancia obrera y con la FORA”.

El relato autobiográfico de Correale es simple y revelador de situaciones históricas no tan lejanas, de militancias populares que iban de las organizaciones obreras a los movimientos sociales de la época, de entidades culturales como la Asociación Gente de Arte y la Biblioteca Popular Veladas, hasta el Círculo Cultural Verdad que funcionaba en la casa de Mumita Fernández. Esta semblanza y los fragmentos de sus afirmaciones los hemos extraído de la amplia nota que su sobrino, Ruben E. Aboy, publicara en el diario “La Calle” en diciembre de 1991, cuando Correale aún vivía, jubilado, con sus 93 años a cuestas, en una modesta casa de San Francisco de Solano “acompañado de sus cuadros, sus libros, sus recuerdos y sus amigos”.

“Fue dirigente obrero, después de cumplir sus horas de trabajo. Nunca fue rentado… Fue en dirigente “vocacional” no un “profesional”. Vivió con humildad, sin renegar jamás de sus ideas, con una línea de conducta sin dobleces” señala Aboy. Sustentó el ideario humanista que rechazaba tanto el adoctrinamiento militar como el terrorismo. “…las bombas no son constructivas, no edifican” decía y cultivaba con alta convicción relaciones políticas y sociales sin discriminación doctrinaria, manteniendo su amistad con otros dirigentes, como los radicales Crisólogo Larralde o Casella Piñeiro.

Es una lección de sentido común y espíritu democrático que hoy parece inconcebible y casi se extraña, cuando la militancia en alguna idea o fracción diferente resulta ser una enemiga irreconciliable, cuando no es fácil distinguir la real línea de pensamiento de los dirigentes, con alguna excepción.

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