Cine Argentino: kilómetros de celuloide de pensamiento nacional

Escribe Carlos Caramello.

No se puede evitar. Las imágenes de Jauretche, Scalabrini, Cooke, Hernández Arregui y, claro, Perón, nos asaltan cada vez que alguien introduce la idea del Pensamiento Nacional. Como si sólo las Letras, y la Política, fueran medios idóneos para plasmar esas cuestiones de identidad, de pertenencia, de argentinidad que sean capaces de delinear, aunque no fuese más que en sus contornos, ese «ser argentino» que invariablemente termina diluyéndose como humo de historia, como niebla del tiempo.

Escribo esto y, de inmediato, veo lo escrito: las «imágenes»… no las «ideas». Y me pregunto, ¿en cuánto han contribuido algunas imágenes para consolidar nuestro «pensamiento nacional»? Y no se trata de coincidir con el proverbio chino que advierte que «una imagen vale más que mil palabras»; sólo que no puedo dejar de tener en cuenta esa infinita sucesión de fotogramas dando noticia del ser nacional que me han atravesado (a mi y a tantos) en los cines: desde el mítico jinete de «Sucesos Argentinos» hasta ese asomarse al vértigo del peronismo que nos propone Leonardo Favio con su «Sinfonía de un Sentimiento», pasando por el particular soliloquio del personaje de Santos Pérez -que interpretó Federico Luppi- en «Yo Maté a Facundo», la última película de Hugo del Carril.

Es que la narración visual, sobre todo en el cine, permite «enrollar el mundo real en una bobina», pero dándole sentido, razón y pertenencia a ese relato. No es lo mismo la partida de ajedrez que el Cruzado juega contra la muerte en «El Séptimo Sello», la película de culto que filmó Igmar Bergman, que la mano de truco que le gana Juan Moreira a la Parca en la cinta de Leonardo Favio. Cada escena, aunque presente la cuestión lúdica de la masculinidad «jugando» siempre contra la muerte, tiene significantes diferentes, momentos diferentes. Está claro, en el antológico film argentino producido en 1973, el mensaje sobre una cultura tanatocrática dirigido a una generación que estaba dispuesta a morir luchando: Morerira gana, pero la Muerte le dice «Yo no sé perder», y se lleva al hijo del gaucho.

Otro tanto, podríamos decir, ocurre con el contrapunto entre los «compadritos» de nuestra literatura y nuestro cine. Cierta crítica ha expresado, en defensa de Jorge Luis Borges (que en realidad ni deseaba ni necesitaba ser «defendido» al respecto) que, aunque el escritor no haya conocido personalmente a ningún guapo, quien quisiera posar de tal debía ser, necesariamente, como los describía Borges. Y esto no es así. Todos los guapos y compadritos «construidos» por Hugo del Carril, desde su fugaz paso en la película «Los Muchachos de Antes no Usaban Gomina» hasta su definitiva «Amalio Reyes, un hombre» han sido más copiados e imitados que cualquiera de los borgianos, acaso por la sencilla razón de que el cine llega más al Pueblo que los libros.

«La percepción de una imagen está en estrecha relación con la manera en la que cada individuo puede captar la realidad y, al mismo tiempo, está vinculada con la historia personal, los intereses, el aprendizaje, la motivación» dicen Roberto Aparici y Agustín García Matilla en su libro «Lectura de Imágenes». Agregaría que el creador de esa imagen -el director del filme-, impone una carga cultural e ideológica capaz de teñir definitivamente esa historia personal de cada espectador.
Y aunque coincida con Leonardo Favio en que cierto tipo de cine «Sirve para los estudiantes, para la gente que ama el cine pero no para modificar la historia. A la historia no la modifican los artistas que hacen este tipo de arte como el mío; a la historia la modifican los artistas que hacen la política», creo que parte importante de nuestro cine ha dejado planteada la cuestión de un pensamiento propio, axiomático, incontrastable, nacional y popular… Pasa: así en las películas, como en la vida.

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