Antonio Mossesian: “Siempre hice lo que me gustó”

Artista Plástico y Docente. En la foto con su hija Patricia.

Desde chico, Antonio Mossesian supo que su destino estaría signado por el arte. Durante toda su vida fue un autodidacta, porque exploró distintos materiales. Y en todos los casos ejecutó, casi por instinto, técnicas propias que lo llevaron a concretar obras únicas, no sólo por su particular forma de hacerlas, sino también por su sorprendente realismo y delicada belleza.

Empezó a trabajar a los trece años en un taller de pintura, aunque ya desde los ocho, se la pasaba pintando en el jardín de su casa. Le encantaba dibujar rostros de próceres, que encontraba en libros y revistas. A los dieciséis, pintaba en la calle, con un amigo. “Nos íbamos para la costa de Quilmes, hasta donde terminaba el recorrido del tranvía 53, al puente Alsina. Andábamos por todos lados pintando.

Pero prácticamente nunca estudié, porque la profesora que empezó enseñándome, después fue alumna mía. Medio raro, ¿no?”, dijo Antonio, con relación a sus inicios como artista plástico.

Sin querer, sus cualidades artísticas le permitieron disfrutar de un año inolvidable, cuando le llegó el ineludible llamado a la conscripción. “En la colimba había pintado durante todo el año, en la base aérea de Tandil, donde teníamos como misión hacer el piso para los Gloster, en pleno campo. Hacía un frío terrible pero ¡Qué vida bárbara que pasé!

Antonio comentó que le habían dado media sala de armas para él, para que pinte: “Pintaba aviones (pulquis), soldados que se tiraban en paracaídas… Lo que me pedían. Anotaba en un cuadernito todos los pedidos de los alféreces y los capitanes. A veces se los hacía cuadros, y me daban $ 20, porque enmarcar cada uno de esos trabajos implicaba venir a Buenos Aires. Así que venía a ver a la vieja, y me quedaba tres días”, recordó Mossesian, que además de pintar, aprendió el oficio de hacer los marcos de los cuadros.

En su juventud, Antonio buscaba la forma de ganarse la vida con un trabajo formal, pero nunca dejaba de pintar. A los veintidós, los con los $ 300 que le había dado como premio el jefe de la base -lo que podía ganar en un año-, y que él atesoró con gran responsabilidad, Antonio puso un negocio junto a un socio amigo, de venta de artículos de bazar en el barrio de Piñeiro.

Pero la cosa no caminaba. “Veíamos que no vendíamos nada, que no venía nadie al local. Yo por mi parte, seguía pintando y vendía algunos de mis cuadros. Y entonces se me ocurrió construir una mesa a dos aguas, para pintar. Y la gente que pasaba por ahí empezó a preguntar: ¿Dan clases? Sí, era mi respuesta. En los primeros dos meses, ya tenía 20 alumnos, en el local de aquí enfrente, en el 979”, recordó el artista y docente.

Como su academia de pintura iba creciendo, en 1975, Antonio cruzó la calle y se mudó a la esquina de Bernardino Rivadavia 1002, donde se instaló definitivamente y donde actualmente posee su negocio de pinturería artística y mantiene algunos alumnos.

En determinado momento llegó a tener 200 alumnos, a los que enseñaba, además de pintura, el manejo de distintos elementos. Antonio contó que “les enseñaba a trabajar el metal: cobre, bronce, aluminio. Quería enseñarle a la gente que no sabía hacer nada. Así los instruía en el repujado de metales, como para fomentar en ellos un oficio”.

“Los miércoles, era el día que enseñaba gratis a la gente que no podía pagar un arancel o a aquellos con capacidades diferentes”, prosiguió Mossesian. “Me parecía que ganaba tanta plata que tenía que devolverle algo a la ciudad. Y si alguno de los alumnos no podía venir por algún motivo, iba hasta la casa a darle una clase particular”, destacó orgulloso, el vecino de Piñeiro.

Obras únicas

A la hora de definir sus preferencias, Antonio se sincera. “Es como que no tengo terminación”, dijo, reconociendo que ha experimentado con distintas técnicas sin encontrar, tal vez, algún tipo de definición por una especialidad. La pintura fue lo que ha perdurado a lo largo de todos estos años de su trabajo artístico. Aunque en el camino, su producciones trascendieron las barreras del lienzo y el pincel.

Además de su capacidad para hacer marcos de cuadros, otra de sus particularidades fueron los pergaminos, que antiguamente fabricaba de cuero vacuno. Los hacía íntegramente, y sus leyendas las confeccionaba en letra gótica. “Creaba el efecto añejado golpeando el borde del cuero con un martillo de bola, dando una forma irregular y el aspecto de un papiro”, explicó el artista, mientras mostró el yunque donde los terminaba.

En una época, también decoraba polveras, pastilleros y cajas de bombones -todas en madera- que enviaba a España. Y por si fuera poco trabajo, mientras tanto, Antonio manejaba un taxi por la mañana y daba clases por la tarde.

Pero sin dudas, su destacable producción surgió del uso de un material parecido al enduido, técnica que el propio Mossesian denominó “marfilina hueso”. “Esto es como un enduido que se trabaja con estecas y con pincel, y se matiza con betún de judea. Es una pasta que se va colocando por capas, después se lija y finalmente se tiñe para darle profundidad”, aclaró su creador, al tiempo que ejemplificó que “para rejas o detalles muy finos, usaba unas mangas caseras con sachets de leche, o calaba nubes con una gillette”.

Antonio señaló que para la realización de esta técnica primero hay que dibujar las figuras, y hacer una primer capa, e ir incorporando volumen por capas. En algunos cuadros, hay hasta diez capas de esa pasta, dejando en claro la complejidad para hacer estas obras.

En sus cuadros de marfilina, Mossesian recorrió distintas temáticas: retratos de presidentes argentinos, monumentos históricos, edificios de avellaneda. “Hice el Palacio Barceló, el plano de Avellaneda, el Quijote (3m de ancho por 2m de alto), el Hospital Fiorito…” Antonio hizo una pausa y continuó enumerando otros títulos: “La Casa de Tucumán; el Congreso Nacional; Belgrano, jurando la bandera; la batalla de San Lorenzo; el frente del Club Pueblo Unido; la inauguración del Puente Pueyrredón nuevo, la Casa de la Cultura, el monumento a Nicolás Avellaneda, el Cabildo, la Casa Rosada”, y ahí se frena, porque la lista es interminable.

Antonio se lamenta porque ha regalado muchos de sus cuadros a distintas instituciones, pero los mismos no se ven en los halls de entrada o en sus oficinas, lo que hace suponer que descansan secretamente en los livings de algunos directivos egoístas.

Hoy, a los 84 años, Mossesian sigue trabajando en su negocio de pinturería artística, y despunta el vicio enseñando a unos treinta alumnos. Lo acompaña su hija Patricia, y para él, eso es un privilegio. “Soy una persona de carácter fuerte, pero con ella no”, admitió.

“Mis hijos me reprochan que nunca estuve con ellos. Y es la verdad, estaba todo el tiempo acá. No me di cuenta, pero casi se fueron criando solos”, reconoció.

Más allá de algunas decepciones del pasado, la tupida barba blanca de Antonio Mossesian -que con los años reemplazó al sólido bigotón negro, al mejor estilo Pancho Villa, que lucía en su juventud- no esconde su sonrisa actual, cuando hace el balance de su trayectoria. “No me pudo quejar, porque siempre hice lo queme gustó”, concluyó.

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