Adriana Varela: «Avellaneda es mi aldea y está siempre en mis sueños»

La reconocida artista participó del festival que organizó la comuna local en el mes de mayo. Entrevista exclusvia de La Ciudad.

Poco después de las seis, la tarde empieza a correr el telón de un viernes frío en Buenos Aires. La víspera de un fin de semana gris invita a refugiarse en casa y ella lo celebra, después de tanto ajetreo. La sala -muy iluminada-, yace en silencio. De pronto, aparece la voluptuosa figura de Adriana Varela y el aire se llena de arrabal.

Saluda amorosamente y, mientras pide disculpas por la tardanza, por su cara lavada y por su facha, le encarga a su asistente Clara un café negro que endulza con azúcar orgánico.

Los sillones del living alcanzarían para albergar a toda una orquesta, pero ella prefiere sentarse en el piso, como conectada a tierra. «Hace dos días que volví de una gira en Colombia y todavía es como que no me acomodo», dice, sonriente, y sin más preámbulos se dispone a dar esta nota.

Basta con recordarle en qué medio saldrá publicada la presente, para que la voz del tango rebobine el tiempo en un instante y viaje, hasta su infancia, en su Avellaneda natal.

«La Ciudad era un diario que siempre estaba en la mesa del comedor diario de mi abuelo», recuerda la artista, que aunque hoy reside en barrio porteño de Palermo, sabe que tiene el corazón mirando al sur.

«¿Qué me acuerdo de Avellaneda? ¡Todo! Viví ahí hasta los veinte», suelta, elocuente. «Lo erótico empezó cuando yo era chiquita. Los Beatles, los Rollings… Entonces todo lo orgánico, el despertar, mientras iba a una escuela de monjas. Todo eso está acompañado de olores, colores, paisajes. Me acuerdo mucho del docke, y sigo estando en pugna con el tema de su abandono. Extraño el riachuelo. Tengo siempre presentes a mis abuelos, que eran lo más. Casualmente hace unos días, estando en Bogotá volví a soñar con mi casa de Avellaneda. Avellaneda siempre está en mis sueños», afirma Varela, que el pasado 25 de mayo volvió a reencontrase con su gente, en su lugar de origen.

Adriana no dejó pasar la oportunidad para describir ese momento: «Fue algo muy gratificante. Nunca me habían convocado a cantar en Avellaneda, gratis y al aire libre. Y para mí fue una fiesta. Fue muy fuerte y así lo viví. Pero nunca canté tan tranquila. No sé por qué. Me sentí relajadísima. Con todo el temor de emocionarme, porque había gente que no veía desde hacía años. Pero canté como en casa» (resaltó esta última frase, dibujando unas comillas con sus manos).

Si uno no supiera que canta tangos, diría que tiene enfrente a una rockstar. Luce su ropa ajustada al cuerpo, pantalones rasgados, y mechones violetas que contrastan con sus ojos oscuros como el olvido. «Me aburro de mí. Como no me puedo cambiar toda… por otra» -se despoja por un momento de su ego y se carga a sí misma-, «lo del pelo es algo lúdico, un poco de diversión. Tiene que ver mucho con mi infancia y con mi adolescencia, porque siempre me gustaba disfrazarme. Pero además da bien con el escenario, los brillos, las luces», dice ahora, presumida.

Adriana, voz de humo -tal como la retratara alguna vez la eterna Judith Gómez Bas, vecina suya del barrio de Piñeiro-, habla a un ritmo frenético y cada tanto hace una pausa para tomar aire como el fuelle de un bandoneón. Su relato vuelve al pasado, más precisamente a la adolescencia, donde terminó de cultivar su rebeldía.

«Yo era una rockera, mal. Para mí el rock era la rebeldía, la vanguardia. La música siempre estuvo en casa, pero nunca se escuchó tango. Mamá escuchaba música clásica, boleros y música francesa (la Piaf), que yo odiaba. Papá escuchaba jazz y blues y a nosotros (a ella y a su hermano) nos parecía todo un plomo», remarcó con su vozarrón arenado.

«Pero en los ochenta, la mayoría de los exponentes de la maravillosa locura del rock se sube al establishment y siento que me quedo huérfana de esa vanguardia, musicalmente hablando. Es como que me quedo sin referentes», admitió, como abrazada a un rencor.

Tiempo después saldría en busca de nuevos mensajeros y el tango le propondría un desafío, mano a mano. En el camino, ella se conformaba con tener una vida «normal», estudiar una carrera, formar una familia. Lo que cualquier chica bien podía anhelar.

«En una época yo me sentía una inútil, no como madre, ni como esposa, pero sí con el afuera. Igual la pasé de p… madre. No me puedo quejar. Me fui de la casa de mis viejos, me casé, viajé por todo el mundo con un jugador de tenis (Héctor Hugo Varela). El era un tipo que me cuidaba mucho y yo creía que sin él no podía nada», se sinceró, dejando en claro que, a pesar de sus miedos, siempre fue una «mina de ir al frente».

Cuando se separó, ya con dos hijos a su cargo (Rafael y Julia), a Adriana le costó mucho estar sola. «No me sentía significada. Sin la mirada del otro sentía que no era. La mirada de varón era para mí fundamental. El tema es que ahora no la necesito para seguir creciendo… o para sentirme viva y alegre», reconoció, contundente.

Como una gata herida, Varela supo encontrar cobijo en la soledad. Y quién hubiera dicho que esta muñeca brava pasaría de ser fonoaudióloga a cantante en un dos por cuatro.

Adriana canta el tango como ninguna
De haber sido contemporáneos, tal vez el famoso tango de Homero Manzi Malena se habría llamado Adriana. Y por esas cosas del destino, fue en el café de la esquina de San Juan y Boedo antiguo (un verdadero templo del género) donde Varela tuvo -como la hermana de la coneja- el comienzo de un periplo más hamacado que un tren.

Una mueca socarrona del destino le hizo ver la película Sur y a los pocos días, hecha un manojo de nervios, se encontró cantando frente a una gloria del tango, que sería luego su mentor. «Esa noche cantaba el Polaco Goyeneche. Y me tocó cantar antes que él, con el lugar lleno total. El estaba acodado en una barra, de espaldas al escenario. Yo pensé: Ahora saca una 38 y me pega un tiro. Pero cuando terminé, se acercó y me dijo: a mí las nenas cantando tangos no me gustan, pero vos me rompiste los esquemas».

Ese fue su bautismo de fuego. Y desde entonces su karma también fue cantar. Editó 13 discos y viajó por el mundo, enarbolando la bandera del tango.

Súper profesional, Adriana siente que descansa «cuando se sube al escenario» porque odia viajar. «Me canso con solo pensar en los calendarios. Así que me los van tirando de a poquito, para que no diga allá no voy. Como le dije que no a Shangai.

No me va la bocha con más de quince horas de viaje. Me mato para ir a los lugares donde tengo ganas de ir. Subirme a los aviones es lo que menos me gusta de las giras. En todo caso, que los chinos se curtan con los discos», aseguró, en medio de una carcajada.

En cada lugar donde se presenta, deja su huella: «Yo tengo público nacional en todos lados. Porque la gente que viene a verme a mí viene a ver el tango que le gusta a los argentinos», definió sin pecar de soberbia.

Otro de los gustos que se dio a sí misma es conducir un programa de radio «Aceto No», en la AM 750 -que dirige periodísticamente Eduardo Aliverti-, de lunes a viernes de 16 a 17 hs. A priori, parecería que le corta la tarde, pero su elección de ese horario, no fue casual. «Para mí que soy re anarca y que me gusta mucho hacer huevo, el tema de ir todos los días, a esa hora es un desafío para mí. Porque yo no tenía horarios. En realidad nunca le rindo cuentas a nadie. Sólo me debo al escenario. En este caso, el interés por hacer radio supera el incordio de cumplir un horario», admitió.

«Me di cuenta que está buenísima la libertad, pero no es joda. Pude cruzar el umbral y enfrentar mis miedos, que son en definitiva lo que a uno lo paralizan, lo enferman, lo disminuyen. Entonces me siento como muy libre. Como decía El negro Fontanarrosa: elegí ser artista porque no había laburar. (Risas). No tengo poder que me controle. Por eso no accedí a firmar con una multi, por eso muchas veces le digo que no a cantidades de plata interesantes».

Cuando no está cantando sobre un escenario, el ámbito seguro y confortable de Adriana Varela es su casa, para escuchar música -de otros-, leer, tomar mate y ver películas de terror. Ya en el final de la charla, con tono reflexivo, deja un mensaje para los avellanedenses: «Avellaneda es mi aldea, mi barrio. Lo que hace que yo trascienda. Es una ciudad que no tiene conciencia de la cantidad de artistas que ha generado. Es como un Rosario en Buenos Aires. Hablo de Eladia Blázquez, Gustavo Cordera, Mario Figueira, Humberto Tortonese, Mariano Otero… Un verdadero semillero artístico y cultural, con mucha cabeza y con mucha conciencia de su barrio. Eso a mí, me puede».

noticias relacionadas