Un cuento de Gastón Varela

Gastón Varela es un joven escritor argentino, nacido en Ramos Mejía en el año 1974. Cursó estudios universitarios, en la carrera de Filosofía de la Universidad de Buenos Aires, ha dictado charlas sobre la Historia del Tango, escribió un ensayo sobre la obra del pintor Gustavo López Armentía, participa en ciclos radiales y tiene textos inéditos en Cuento y Novela.
Como éste que nos envió generosamente y que nos pareció interesante por el clima que supo fabricar y por su final, realmente sugestivo.

Roberto Díaz

Rejas

Las ventanas, las puertas. Desde el micro, rejas y rejas. Por todos lados. Llegó el micro a la Terminal, no más que una losa, y estacionó. Sólo diez minutos, avisó uno de los choferes. Pueblo; mejor, caserío. Diez minutos para estirar las piernas, fumar y pasar al baño. El bar se lo debo, lo cerraron hace un par de meses, escuché que decía el otro chofer a alguien. Había que desentenderse del hambre hasta la próxima parada, doscientos kilómetros al norte. Sin importarme en absoluto, le pregunté a qué se debía el cierre. No sabía. Algo medio raro, como el pueblo, ¿no vio que cuando entrábamos todos se escondían?, me dijo. Entonces recordé que, a medida que el micro se acercaba a la Terminal-losa, la poca gente que caminaba por las veredas se iba metiendo en sus casas y bajando las persianas hasta el hermetismo. Un contingente de apestados que llegara al pueblo. Sí, había notado algo extraño al recorrer las pocas calles que separaban la ruta de la Terminal, pero recién pude reconocerlo gracias al chofer. El recuerdo paciente se activaba. Efectivamente, al estacionar, la Terminal-losa estaba vacía. Y no estaba caluroso ni nada parecido. Un mediodía agradable, pese a la época, enero, es más, algo nublado, ideal para caminar un poco. Sin embargo, no fue la desolación lo que más me impresionó, sino las rejas. Miré hacia las casas linderas. Conglomerado de jaulas. Jaulas de uno y de otro lado, celdas. Aumentó mi sorpresa cuando apareció el viejo con los ojos enrejados, sosteniendo por los costados una gran caja de madera. Junto al viejo, la única otra presencia era un perro, con los ojos también enrejados, y el hocico. Rengueaba de una pata, el perro. Ni bien llegó, se echó en el piso, contra la pared, bajo un banco alargado, como de plaza. También el viejo rengueaba, menos. Miré la caja de madera. Parecía la carcaza de una televisión, de las primeras blanco y negro. Una abertura grande en el frente y dos aberturas menores, una en cada costado. Un enrejado de alambre romboidal aseguraba la abertura mayor y dejaba ver el interior de la caja. Había un acordeón. El viejo levantó una pierna y la apoyó en el banco, debajo del cual estaba el perro. Sobre el muslo alzado, apoyó la caja. Así como lo ve, este perro es quien más sabe de atardeceres… más que todos nosotros juntos, me dijo el viejo antes de meter las manos por los agujeros laterales y ponerse a tocar. Sonó a polka, a chacarera… una mezcla. A los pocos acordes, empezó a silbar sobre la música del acordeón. La gente del micro pasaba de largo, ida y vuelta al baño, sin impresionarse por el viejo, ni por el enrejado de sus ojos, ni por los del perro. Ojos cautivos tras unas barras verticales, muy finas, pero parecerían que de gran rigidez; los del hombre y los del perro. Dos recuadros, hendidas las barritas de hierro en la carne, clavadas en los huesos de los pómulos y de los arcos superciliares. En medio, los ojos abrían y cerraban sin dificultad, quizá las pestañas rozaran un poco, pero era una cepillada vertical, a favor de las barras. Miré mejor al perro y vi su hocico impedido. No era prolijo: una madeja de alambres, vueltas y vueltas en todas direcciones, vuelos de mosca sobre un pedazo de carne, vuelos hechos alambre en la trompa no muy larga del perro. En eso, el viejo dejó de silbar, sólo sonó la música. Después lo miró al perro y comentó: ¡Ja, la vida del perro!, siempre igual… Siguió tocando. Cruzó su mirada con la mía. Es una chacarera doble, me dijo. ¿Vio al perro? Siempre echado, hecho un bollo, parece un bolso ahí tirado, es un bolso que algún viajero se olvidó. Pero nadie se anima a revisarlo. Por eso lo alambré, ¡que se lo lleven! El viejo no dejaba de tocar y seguía hablando. Es una peste: así como lo ve, este perro sueña espuelas y ladra llaves, eso desde que quedó en el pueblo. Y todos creen que es mío. Yo sueño espuelas, también, pero silbo chacareras dobles, que son más seguras que las otras, sí, más seguras… o polkas, que son borrachas, para aguantar. Escuché callado su voz, quería que siguiera. Siguió. Mire alrededor, me dijo. Le hice caso. Las rejas se multiplican por todos lados. ¿Se sorprende? Yo seguí en silencio, haciendo un simple movimiento de cabeza, impasible. Son las esfinges del miedo, dijo, pero cuando uno se acostumbra, deja de verlas… Por eso vengo, para que se lleven a este perro, que sabe demasiado de atardeceres. Después de esto, el viejo dejó de tocar. Cada cual con su soledad, fue lo último que dijo. Bajó la pierna del banco y salió hacia el baldío de los fondos de la Terminal-losa, siempre con la caja. Yo me estiré un poco y fui al baño. Al salir, miré al perro. Seguía bajo el banco. También miré la calle, las casas de enfrente. Presentí que todos, tras sus rejas, estaban pendientes de lo que pasaba en la Terminal-losa. A unos metros, un chofer daba la última pitada al cigarrillo y lo tiraba al suelo, para apagarlo de una pisada. Éramos los últimos. Hay que seguir, me dijo. Mientras subíamos, vi que regresaba el viejo, sin la caja. Arrancó el motor del micro. Miré por la ventanilla las ventanas de las casas, esta vez en busca de algún movimiento final. El micro terminó su maniobra marcha atrás, para salir, e hizo los primeros metros hacia la ruta. Fue entonces cuando se alzaron las persianas a un tiempo, y la gente asomaba la cabeza. Todos tenían sus ojos enrejados, también la boca, las orejas. Observaban como si la simple maniobra y partida del micro representara una travesía, pero no supe si favorable o perniciosa, porque nadie salió de su casa.
Casi llegando a la esquina, caminé hacia el fondo del pasillo. Antes de llegar a la ventana de atrás del micro, escuché un disparo. Por el vidrio, alcancé a ver al viejo, que señalaba al perro con su mano.

Gastón Varela

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