Un actor asturiano en nuestras calles

Escribe Antonio J. González

No se sabe en qué barco vino a la Argentina como tantos otros asturianos inmigrantes. Lo que sí podemos afirmar es que fue un actor de la escena y del cine nacional, entreverado también con el movimiento cultural y artístico que asomaba en nuestra ciudad. Residía con su familia en Dock Sud y cultivaba vínculos y afectos en ese rincón de Avellaneda. Nacido en España en 1898, a los 35 años de edad actúa en su primer película: “Dancing” y dos años después, en 1935, en “Noche de Buenos Aires” y “Picaflor”. Por esa época, un cantor morocho, sonriente, “gauchito”, era el furor de todos. Carlos Gardel cruzaba el Puente Pueyrredón con frecuencia hacia la sede de Leales y Pampeanos, los comités de Alberto Barceló o las fondas y escenarios de la ciudad. En varios de esos días y noches, se encontraba con aquel actor, español de origen, y habitual contertulio de los muchachos de Leales o del Teatro Roma. Alguna noche Carlitos cantó, en gesto muy gardeliano, para los “chochamus” que no podían comprar la entrada para sus actuaciones y lo hizo frente a un reducido grupo de jóvenes en una salita cerca del teatro. Entre ellos, estaba el actor asturiano. Severo Fernández era su nombre y aún se lo recuerda en los escenarios porteños o en la memoria de sus compañeros de los sets de filmación.

Durante más de dos décadas se sucedieron muchos títulos en su filmografía y actuaciones teatrales. Entre las películas podemos nombrar: Jettatore, 1938; Los pagarés de Mendieta y La mujer y el jockey, 1939; La luz de un fósforo, 1940; El tesoro de la Isla Maciel, 1941; La calle Corrientes, 1943; La rubia Mireya, 1948; La historia del tango, 1949: Derecho viejo, 1951; El patio de la morocha y El honorable inquilino, 1951, entre otras. Como vemos algunas de ellas son memorables testimonios del cine argentino.

Actuó junto a los primeros actores y actrices de su época. Lo hizo con Tito Lusiardo, Pedro Quartucci, José Marrone, Alberto Anchart, Zully Moreno, Tita Merello, Narciso Ibañez Menta, Carlos Enríquez, Héctor Quintanilla, Marcelo Ruggero, y muchos otros. Intervenía especialmente en los repartos como generador de situaciones cómicas, destinadas a provocar a veces la sonrisa y, en ocasiones, la franca carcajada.

En los ’30, la mayoría de ellos provenía de los sectores más bajos de la población pero no dejaban de lado sus orígenes. Con esto se quiere decir que trabajaban en el cine o el teatro para un auditorio que estaba esperando para entretenerse y olvidar, refugiarse de una vida cotidiana de carencias y violencia social, en época de crisis y desempleo. Por lo demás, muchos de esos actores eran subvalorados por sus pares, “los cómicos” les decían con desdén los grandes divos dramáticos de la época.

Severo Fernández no abandonó nunca a su querido Doque. Muchos de sus vecinos lo recordaban con su andar campechano, su gracia hispana, mezclada con un porteñismo adoptado que le daba muy buenos resultados en los teatros de Buenos Aires o en las películas.

Severino, era su verdadero nombre, falleció a los 63 años de edad. La noticia acongojó a su barrio ribereño, a los amigos de esta orilla del Riachuelo y a sus compañeros de las tertulias y encuentros de nuestra ciudad. También a los muchos argentinos que seguían sus historias a través de la pantalla grande o los tablados del Comedia o el Maipo. Es una de las glorias que rescatamos de algún archivo de la memoria.

ajgpaloma@hotmail.com

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