Reflexiones de Monseñor Rubén Frassia

El Obispo de la Diócesis de Avellaneda – Lanús, en sus reflexiones radiales semanales, se refirió al Evangelio según San Lucas 9, 51-62 (Ciclo C): «La libertad del espíritu».

Como ya se acercaba el tiempo en que sería llevado al cielo, Jesús emprendió resueltamente el camino a Jerusalén y envió mensajeros delante de él. Ellos partieron y entraron en un pueblo de Samaría para prepararle alojamiento. Pero los samaritanos no lo quisieron recibir porque se dirigía a Jerusalén. Al ver esto sus discípulos Santiago y Juan, le dijeron: «Señor, ¿quieres que mandemos bajar fuego del cielo que los consuma?» Pero Jesús se volvió y los reprendió. Y continuaron el camino hacia otra aldea. Mientras iban de camino, alguien le dijo: «Maestro, te seguiré adondequiera que vayas.» Jesús le contestó: «Los zorros tienen cuevas y las aves tienen nidos, pero el Hijo del Hombre ni siquiera tiene donde recostar la cabeza.» Jesús dijo a otro: «Sígueme». El contestó: «Señor, permite que vaya primero a enterrar a mi padre.» pero Jesús le dijo: «deja que los muertos entierren a sus muertos. Tú vé a anunciar el Reino de Dios.» Otro le dijo: «Te seguiré, Señor, pero permíteme antes despedirme de los míos» Jesús le contestó: «El que pone la mano en el arado y mira hacia atrás, no sirve para el Reino de Dios.»

«La libertad del espíritu»
Este Evangelio nos trae una serie de máximas importantes. En primer lugar vemos cómo el Señor tiene paciencia y vemos también que hay gente que no tiene paciencia. La paciencia es de los grandes, ¡la impaciencia es de los débiles!

El Señor tiene paciencia y así también la Iglesia, siguiendo las enseñanzas del Señor, no impone sino que  propone, muestra aquello que es evidente, señala lo que existe, lo que es. Además transmitimos la enseñanza de Jesús porque la hemos recibido y queremos seguir al Señor como persona, más allá de una doctrina, de un contenido; lo seguimos a Él como verdadero Dios y verdadero Hombre.

Cuando nos topamos frente al llamado que nos hace Jesús, encontramos una característica común, en primer lugar la prontitud en responder: si Dios llama no podemos darnos el lujo de diferir la respuesta ya que, cuando se produce el encuentro con el Señor, en ese momento hay que tomar la decisión. En la decisión de seguirlo a Él, como discípulo que sigue a su Maestro, apoyamos y basamos la seguridad. Y esa seguridad no está formada por las cosas materiales, no. La seguridad es la presencia permanente del Dios vivo. Cuando uno hace una compensación y se queda en «las cosas que dan seguridades», allí empieza a enfriarse la relación con el Dios vivo.

En segundo lugar, dentro de esa prontitud, uno no puede poner excusas. Hay cosas que son razonables, como enterrar a sus padres o despedirse de los demás; pero Dios nos llama a algo superior, a una respuesta de fe sobrenatural que está por encima, no desprecia lo anterior pero está por encima. Por eso antes que obedecer a los hombres, debemos obedecer a Dios y obedeciendo a Dios respetamos a los hombres.

Había un joven que quería entrar al seminario para ser sacerdote. El padre le dijo «hijo ¿por qué me haces esto?, me estás lastimando, no me quieres»; y el joven dijo «padre, yo te quiero pero quiero más a Dios y Dios me pide esto, pero no dejo de quererte a ti, padre». Luego el papá, años después, lo entendió.

Que tengamos esa capacidad de ver, con fe, lo que es el Señor, cómo gravita, cómo nos llama, cómo tenemos que tener prontitud en la respuesta, pero sobre todo cómo el Señor respeta nuestra libertad. No esa libertad de hacer cualquier cosa sino la libertad de hacer lo que Dios nos pide en verdad y en justicia: la libertad del espíritu.

Que Dios nos bendiga, que nos haga ser libre de todo, libres en el espíritu y que nunca tengamos que compensar, que nunca suplantemos las cosas de Dios y del Evangelio al servicio de nuestra gente.

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