Reflexiones de Monseñor Frassia

09 de septiembre de 2012 – 23º domingo durante el año Evangelio según San Marcos 7,31-37 (ciclo B)

Cuando Jesús volvía de la región de Tiro, pasó por Sidón y fue hacia el mar de Galilea, atravesando el territorio de la Decápolis. Entonces le presentaron a un sordomudo y le pidieron que le impusiera las manos. Jesús lo separó de la multitud y, llevándolo aparte, le puso los dedos en las orejas y con su saliva le tocó la lengua. Después, levantando los ojos al cielo, suspiró y le dijo: «Efatá», que significa: «Ábrete». Y enseguida se abrieron sus oídos, se le soltó la lengua y comenzó a hablar normalmente. Jesús les mandó insistentemente que no dijeran nada a nadie, pero cuanto más insistía, ellos más lo proclamaban y, en el colmo de la admiración, decían: «Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos».

Volver a escuchar la palabra
Vivimos un tiempo en que todos hablamos, todos nos comunicamos, todos estamos informados, pero en una especie de derroche verborrágico, donde se habla tanto y con tanta superficialidad, que es muy triste ver cómo se ha deteriorado el valor de la palabra y también, por qué no decirlo, el valor del silencio. Debemos recordar que Palabra y Silencio están muy unidos e incluso el valor de saber escuchar y saber responder.
Todos nosotros, como Iglesia y también como sociedad, tenemos que volver a detenernos y tomar en serio la Palabra de Dios que nos supera y nos sobrepasa, que nos alimenta y nos ilumina, que nos purifica y nos fortalece. Tenemos que volver a escuchar la Palabra porque cuando uno se acerca a ella, realmente tiene luz y tiene vida.
No pretendamos suplantarla.
No pretendamos sustituirla.
No pretendamos tontamente reemplazarla.
¿Cómo podemos reemplazarla, sustituirla? Creyendo que lo que nosotros decimos tiene tal profundidad que no necesitamos hacer recurso al otro, a Dios, a su Palabra; y no nos damos cuenta que la Palabra es anterior a nosotros y es el fundamento que nos da vida. Palabra que nos ilumina y que tenemos que recibir, alimentarnos y responder.
Esta fe, que está iluminada por la Palabra, no puede quedar en nuestro exterior. Tiene que ser internalizada, escuchada y vivida. Y porque está vivida también se expresa, se comunica, se da. El ejemplo es María, que en el silencio recibe a Dios, se siente internalizada por la Palabra y luego lo da al mundo.
Hoy existe una sordera muy grande y una mudez muy importante porque, aunque todo el mundo esté informado, aunque todo el mundo hable tanto, falta el valor de la escucha y el valor de la palabra.
Pidamos poder superar esta realidad y esta tentación. Superar la tentación del orgullo que pretende dejar de lado la necesidad de recurrir a otro; porque el orgullo se quiere autoabastecer y cree que puede exagerar, vivir de cualquier forma y por la soberbia hace creer que la persona sola puede con todo. También es oscurecimiento de la inteligencia. Porque la inteligencia, que es una cosa muy importante del conocimiento humano, también puede ser una negación del hombre frente a omisiones, a las escusas, a aquello de “las cosas no se pueden cambiar”.
Pidamos al Señor poder escuchar de nuevo a Cristo en la Iglesia, a Cristo en los Sacramentos, porque la Palabra y el Sacramento son inseparables. No es sólo repetir sino que se lo recibe y se lo actualiza, se lo hace presente; por eso es importante que la Palabra de Dios nos hable hoy, porque nos habló ayer y nos seguirá hablando mañana.
Recordemos que, con el Santo Padre, en octubre iniciamos el Año de la Fe. Una fe que se profese con los labios, con el cuerpo, con los ojos, con el corazón, con la inteligencia, con la voluntad y con la vida. Para que la fe sea profesada, tiene que ser celebrada. Pero esta fe, que es profesada y celebrada, también tiene que ser internalizada, vivida; y porque está vivida, porque “se hace carne” en nosotros, es una fe que nos lleva a la oración. Recordemos estos pasos porque son muy importantes para nosotros: una fe profesada, celebrada, vivida y rezada.
Que el Señor nos bendiga para vencer nuestra sordera, para escuchar más, para levantar el peso de la mudez y poder hablar a Dios y a los hombres con la propiedad del valor de la Palabra. En el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén

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