Reflexiones de Monseñor Frassia

El Obispo de la Diócesis de Avellaneda – Lanús, en sus reflexiones radiales semanales, se refirió al Evangelio según San Juan 15, 9-17 (ciclo B): «Crecer y madurar en el amor».

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Como el Padre me ama, así los amo yo. Permanezcan en mi amor. Si cumplen mis mandamientos, permanecen en mi amor; lo mismo que yo cumplo los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Les he dicho esto para que mi alegría esté en ustedes y su alegría sea plena. Este es mi mandamiento: que se amen los unos a los otros como yo los he amado. Nadie tiene amor más grande a sus amigos que el que da la vida por ellos. Ustedes son mis amigos, si hacen lo que yo les mando. Ya no los llamo servidores, porque el servidor no sabe lo que hace su amo; a ustedes los llamo amigos, porque les he dado a conocer todo lo que le he oído a mi Padre. No son ustedes los que me han elegido, soy yo quien los ha elegido y los ha destinado para que vayan y den fruto y su fruto permanezca, de modo que el Padre les conceda cuanto le pidan en mi nombre. Esto es lo que les mando: que se amen los unos a los otros».

Crecer y madurar en el amor
Nuestra fe y nuestra pertenencia a la Iglesia no es una naturaleza angélica ni meramente espiritual, desencarnada ni meramente humana, es decir sólo de lo terrenal, lo temporal; es una síntesis y la síntesis la trae Jesucristo, el verdadero Dios y verdadero Hombre.

Él con su presencia divina nos hace participar, a la vez que nos enriquece en nuestra humanidad, nos fortalece para que nuestros vínculos sean auténticos, serios, respetuosos y responsables. Como el Padre lo amó, Él nos ama a nosotros, pero nos pide que permanezcamos en su amor. ¿De qué manera uno permanece en su amor? En la medida que uno cumpla sus mandamientos. Él también fue obediente al Padre y Él nos pide que seamos obedientes al Señor.

Esta realidad produce un gozo que no tiene precio; pero está concretada en ese amor a Dios, concretada en ese amor a los hermanos: «¡ámense los unos a los otros como yo los he amado!», es decir amarnos entre nosotros con el mismo amor de Dios. El amor de Dios no es un amor posesivo, egoísta, mezquino, interesado, sino que el amor de Dios nos busca y busca nuestro propio bien.

Como decía Santo Tomás «es un amor de benevolencia», querer el bien del otro y tomar al otro como persona, como sujeto y no como un mero objeto a mi disposición.
El amor interesado es parcialmente mezquino. El amor de «porque a uno le falta algo» sigue tratando al otro como cosa. En cambio cuando uno ama al otro por el otro mismo, uno ha llegado a la plenitud del amor. En esto, todos nosotros tenemos que crecer y madurar. No hay amor más grande que dar la vida por los amigos. «Ustedes son mis amigos». El Señor es nuestro amigo. Pero tenemos una garantía, y la garantía es que Él nos eligió, «Yo los elegí a ustedes, ustedes no me eligieron a mí»; «y los elegí  porque los amé»; «y los elegí para destinarlos, para que den fruto y un fruto duradero». La amistad y la pertenencia con Jesús nos ayudan, y nos invitan, a continuar con sus pasos. De ahí tantas vocaciones distintas: laicales, al sacerdocio ministerial, a la vida religiosa, a la consagración, donde de alguna manera todos  nosotros concretamos este amor de Dios. En esta amistad con Jesús le podemos pedir todo, porque el Padre mismo nos lo va a conceder.

Pero hay algo importante: permanecer, guardar los mandamientos, vivirlos, hacerlos carne, toca tres aspectos de nuestro ser, de nuestra vida, fundamentales. La inteligencia, que es el conocimiento de la fe; la voluntad, que es poner todo de nuestra parte para poder ser fiel a lo que Dios nos pide, porque la voluntad es lo más noble del ser humano -hoy  la sociedad no te ayuda a tener voluntad más bien te propone una voluntad débil, frágil, inestable, inmediatista, mediática-; y luego algo que el mundo manosea mucho, la libertad: porque soy libre quiero conocer a Dios, porque soy libre quiero amarlo a Dios entrañablemente.

Dios no compromete estas tres realidades sino que las enaltece: la inteligencia, para poder conocerlo; la voluntad, el bien; y la libertad, para poder amarlo libremente. Pensémoslo, Dios se nos ha dado en lo más profundo de nuestro ser, pero también pide de nosotros la seriedad y la reciprocidad de nuestra respuesta. Que podamos responderle bien.

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