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La crisis no siempre llega con estruendo. A veces, avanza en silencio, sin titulares ni declaraciones alarmistas. En Argentina, la baja en la natalidad es un fenómeno que lleva dos décadas en marcha, pero recién ahora muestra sus efectos en las aulas. Cada vez hay menos chicos y, en consecuencia, menos alumnos.
Entre 2014 y 2022, la tasa de nacimientos cayó un 36 por ciento. Un derrumbe que ya golpea al nivel inicial, donde el número de alumnos por curso en jardines privados disminuyó un 18,2 por ciento en los últimos 15 años, según datos de la Asociación de Institutos de Enseñanza Privada Argentina (AIEPA). No es un fenómeno aislado ni exclusivo del país. En casi todo el mundo, la natalidad está en caída libre. La diferencia es que en Argentina este descenso empieza a modificar la estructura del sistema educativo.
El descenso es progresivo pero sostenido. Según un informe del Observatorio de Argentinos por la Educación al que la Agencia de Noticias Científicas de la Universidad Nacional de Quilmes tuvo acceso, en educación primaria, el fenómeno sigue la misma línea: en 2023, había 102 mil alumnos menos que en 2011. Si la tendencia se mantiene, se proyecta una caída del 28 por ciento en la matrícula general en los próximos años.
La matrícula en el jardín de infantes se mantuvo estable en la sala de 5 años, mientras que creció en las salas de 4 y 3 años. Sin embargo, ese crecimiento se detuvo debido a la caída de la natalidad, según un informe de UNICEF Argentina. El descenso en la natalidad, iniciado en 2016, redujo la demanda y la matrícula en las tres salas del jardín de infantes, abriendo oportunidades para completar la cobertura de la sala de 4 y seguir incrementando la de la sala de 3 mediante una planificación adecuada de la oferta actual. Mientras que en 2015 hubo 770 mil nacimientos, en 2022 se registraron 495 mil, un 36 por ciento menos.
El dato puede interpretarse de dos maneras. Por un lado, significa que en 2026 ya no habría falta de vacantes para niños de 3, 4 y 5 años. Con la misma cantidad de cupos disponibles que en 2023, el sistema podría absorber toda la demanda sin necesidad de aumentar la inversión. Suena bien en teoría.
El problema es otro. Muchas instituciones educativas dependen de un número mínimo de alumnos para acceder a los aportes estatales que permiten sostener salarios, infraestructura y servicios básicos. Menos alumnos significa menos financiamiento. Y menos financiamiento, en muchos casos, significa cierre.
El impacto económico no es menor. Hasta ahora, el sistema escolar estaba diseñado para gestionar el crecimiento. Año tras año, se sumaban estudiantes y la prioridad era abrir más vacantes. Ahora, el escenario se invierte: el problema no es la falta de cupos, sino la falta de alumnos para llenarlos.
Desde una mirada optimista, el fenómeno podría convertirse en una oportunidad demográfica. Menos niños por aula permitiría una educación más personalizada y una mejor distribución de recursos. La calidad educativa, en teoría, podría mejorar. Pero si las instituciones no logran sostenerse, la ecuación se desarma antes de empezar.
Con todo, el descenso de la natalidad es un dato frío que no aparece de un día para el otro, ni genera impacto inmediato. Pero cuando el aula vacía se vuelve la norma y no la excepción, el problema deja de ser una estadística y se convierte en una crisis real.