La perpetuación del recuerdo

Escribe Roberto Díaz

Los griegos, cuando alguien moría, solían recordarle contando anécdotas, historias del finado. Era la manera de preservar su recuerdo, mantenerlo vivo a través de esas añoranzas.

Estas historias orales fueron el origen de las leyendas. El recuerdo se iba agigantando a través de esas manifestaciones verbales que iban agrandándose con el tiempo hasta adoptar, a veces, formas épicas. El recuerdo se volvía casi fábula.

De allí en más, otros pueblos fueron más rimbombantes, más aparatosos a la hora de recordar ciertos arquetipos humanos. Y recurrieron a los bustos. Quien haya tenido la ocasión de visitar ciertas villas romanas, recordará que los bustos de gente (que ya no se sabe ni quiénes fueron) recorren kilómetros de senderos.

Indudablemente, hay una diferencia sustancial entre el recuerdo de uno y otro pueblo. Se nos antoja que los romanos, muchos más superficiales, ponían en cemento y en hierro ese recuerdo del que hablamos.

No hay ciudad en el mundo que no tenga sus monumentos funerarios, sus monolitos, sus estatuas. Desde luego, el paso del tiempo es tal que, en la mayoría de los casos, el paseante actual ya no sabe quién es el que está montado sobre ese caballo, portando una lanza o una espada o quién es ese rostro pétreo que nos observa, sin ojos, desde un busto cualquiera.

La ciudad de Budapest tiene la plaza de sus héroes, una cantidad de jinetes con barba espesa y mirada amenazante que, estamos seguros, los niños húngaros no tienen la más mínima idea de quiénes son y, además, si alguna vez se lo dijeron, les importa un rábano.

Hablamos de personajes de la Edad Media que el tiempo arrasó de los recuerdos aunque no de esos pedestales fastuosos que rodean un predio extenso del centro de Budapest.

En toda estatua, nos parece, existe una inequidad. Porque es imposible llevar al recuerdo a toda la humanidad; entonces, son más los nombres que van al anonimato que los de aquellos que se perpetúan en las estatuas.

Y no siempre, convengamos, los que están en el pedestal han sido exponentes fieles de lo mejor de nosotros mismos. Por eso, hablamos de inequidades.
Pero, lamentablemente, los seres humanos siguen con las idolatrías. ¡ Cuánto mejor sería llevar a cabo lo que hacían los griegos! Recordar al ausente a través de su paso por la vida y registrar, en el papel, sus mejores hazañas, sus mejores enseñanzas, sus ejemplos de conducta ética. Cuánto mejor.

Recordamos, hasta con pena, esa estatua que gente de Racing le hizo a Merlo, un hombre que fue director técnico de la institución y consiguió que el equipo saliera campeón. Decimos, con pena, porque, luego, este hombre tuvo otro paso por la institución y debió irse sin gloria. Lo que demuestra cuán aleatorio es el triunfo y el fracaso entre nosotros, los humanos.

Creemos que nadie es tan infalible como para merecer el bronce, como nadie es tan nefasto como para merecer la lápida.

Rudyard Kipling dijo, en su célebre poema “Si”: “El éxito y el fracaso, ¡qué dos impostores!”

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