La expresión de la emotividad en la vida adulta

Escribe la Lic. Andrea Fabiana Varela Seivane.

A partir de que nacemos y por un tiempo, utilizamos el lenguaje no verbal, el contacto físico, el llanto, la risa, hasta que aprendemos el lenguaje verbal, el de las palabras. Luego en la vida adulta, el lenguaje verbal predomina en nuestras comunicaciones y muchas veces olvidamos que si bien las palabras son importantes, no implica que sustituyan el lenguaje del cuerpo, porque a veces el cuerpo transmite cuestiones que no están al alcance de las palabras, por ejemplo una actitud en una decisión, el tono de voz según el estado de ánimo, una caricia, una mirada, una sonrisa, abrazos o besos.

El lenguaje del cuerpo, que en esencia es sin palabras, aunque éstas pueden y es conveniente que lo acompañen, tocar y que nos toquen, además de ser placentero, es una necesidad. Las miradas, las expresiones de la cara, la sonrisa, los gestos, el volumen, la entonación y la inflexión de la voz, su velocidad y claridad, forman un lenguaje que añade y enriquece el mensaje oral y además poseen una significación propia que otorga solidez y fiabilidad a nuestras palabras, estableciendo nuestro grado de coherencia y marcando las relaciones que fundamos con los demás.

En nuestra sociedad actual asistimos a un fenómeno que marca una tendencia a evitar el contacto físico con los otros, por ejemplo si observamos como se dan la mayoría de los encuentros entre las personas, descubrimos que son por teléfono, por mail o en redes sociales, con lo cual parecería que existiera una limitación para la expresión de la emotividad, una evitación a encontrarse físicamente con el otro. Sin embargo dentro de cada ser humano, existe la necesidad de que las personas vuelvan a tocarse, de que los afectos más o menos íntimos utilicen para su expresión el lenguaje de las caricias, los abrazos, los saludos, para dar o recibir afecto.

En el lenguaje corporal interviene todo el cuerpo, pero en general las manos son el instrumento comunicador por excelencia. En general cuando se habla de tocar, suelen aparecer prejuicios que dificultan que las caricias sean un hábito más en nuestro modo de expresión cotidiano, como si hubiéramos interiorizado que tocarnos es la forma exclusiva de la comunicación erótica y que cualquier uso distinto del sexual podría ser mal entendido. La única excepción que no se considera como mal entendido es acariciar a los niños con los cuales mantenemos relación de parentesco o gran afecto y a los adultos con los que tenemos una relación personal muy cercana o íntima. En definitiva, es frecuente tener la sensación de que puedan mal interpretar nuestros gestos táctiles, con lo cual nos conducimos a no usarlos y así, poco a poco, vamos evitándolos en nuestras conductas.

Por otro lado, también existen las normas sociales que marcan el espacio de proximidad que deben mantener las personas, como por ejemplo los tocamientos considerados correctos, dependiendo de la zona y modo en que se toca y del parentesco o confianza de las personas a las que se toca, y así se van estableciendo juicios de valor moral para quienes pasan esos límites y se los etiqueta como mal intencionados, cuando no necesariamente en todos los casos existe mala intención, con lo cual en lo que respecta al contacto táctil, nos movemos no desde esa necesidad comunicativa sino desde pautas impuestas que asumimos como otras tantas convenciones sociales.

Si bien sabemos que tenemos que guardar ciertas formas, tocar a los demás también es una forma de nuestra capacidad de amar y mostrar aprecio, cercanía y compresión a quienes nos rodean, y se vuelve necesario para nuestra salud física y emocional, ya que no sólo deseamos saber que somos queridos, también necesitamos sentirlo, porque ese estímulo sobre nuestra piel significa la ratificación de las palabras, los besos, las miradas.

Tocar y ser tocados nos permite distinguir el toque tierno y cariñoso, del curativo, del sedativo, del que nos transmite seguridad, o del sugerentemente sexual. Diferenciarlos podrá ayudarnos a pedir o rechazar los contactos, considerando el momento en que nos encontremos.

No olvidemos que la rigidez facial, la ausencia de sonrisa, la hostilidad, la falta de apertura y espontaneidad, si bien dicen mucho acerca del miedo al contacto, quizá digan mucho también de la necesidad emocional de ser saciado por el contacto.

Licenciada en Psicología
Andrea Fabiana Varela Seivane
MN 34156
Consultas al 4205-0549 155-143-6241

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