Kiko Salvo, un hombre privilegiado

Escribe Antonio J. González

“Me considero un hombre privilegiado” me dijo hace apenas unos meses, cuando me propuso escribir un libro con la multicolor historia de su vida. “Bueno -le dije- pero tenés que contar todo en un grabador y después me lo pasás”. Así lo hizo, Francisco Salvo, “Kiko” para los amigos, aquel pibe que fue compañero de la escuela primaria de este cronista y convecino de Sarandi. “Esta es una historia personal, única y afortunada –me dijo- Me considero una persona que ha tenido la suerte de su lado. Muchos privilegios recibí en mi vida. Primero, haber tenido un padre que me brindó todo lo que él tenía, fue la mejor persona que conocí”. Luego habló de su hijo, su hermana y su esposa.. “Tuve una mujer extraordinaria con la cual me cas酔 y disfruto hoy de un hijo que me dice: “Viejo, nunca te dije viejo/ y tal vez esté bien./ Kiko es y será más cariñoso./Es saberse parte tuya. /Soy parte tuya en lo bueno y en lo malo…”.

“Disfruté de muchos privilegios…” repetía, mientras desgranaba sus recuerdos uno a uno, casi atropellándose por salir de su memoria, mientras sufría calladamente la erosión de una enfermedad que él sabía implacable. “No tengo mucho tiempo…” me apuraba, como quien conoce la advertencia del destino. Y el 11 de agosto pasado calló vencido… agotado, tal vez por la impaciencia, repasando –por millonésima vez- el privilegio de su historia.

Salvo era un hombre con cultura social, comunitaria. Desde joven formó parte de los directivos del Instituto Atlético Cultural en su barrio, siguiendo las huellas de su padre. Allí trabajó desde la dirigencia para fortalecer la opción por la cultura y el deporte, mientras estudiaba canto y música, trabajaba en una compañía de seguros, formaba una orquesta juvenil de tango, jugaba al fútbol e iba a ver al Rojo en sus mejores épocas.

En algún momento descubre la música renovadora de Astor Piazzolla, cuando el músico revolucionaba el tango, incorporando estructura sinfónica al 4×4 y al clisé que superaba el tiempo. Era criticado ferozmente por la vieja guardia. Esa renovación cautivó el espíritu de Salvo, acompañado por su propia formación musical, con la mezcla armónica entre lo popular y lo clásico. Se hizo fanático de Astor y lo comenzó a seguir en todos sus recitales. Hasta que trascendió esa perseverancia y una tarde recibe un llamado del músico. “Atiende mi esposa –me cuenta-: “Es para vos. Una persona que dice que es Piazzolla…” Pensé que era una broma de algún amigo… pero no. Oigo en el aparato: “Señor Salvo, habla Piazzolla…” Y allí vuelve a girar la ruleta de mi vida”.

Astor y Kiko comienzan una amistad y confraternidad que enriquece las vivencias del joven músico que nunca pudo ejercer el profesorado ni desarrollar su aprendizaje en el piano. Era un dúo compinche y ambos disfrutaron de aventuras, juegos y experiencias diversas. Desde pescar tiburones –una de las pasiones de Piazzolla- hasta compartir mesas suculentas y sofisticadas. Estos caminos lo llevan a conocer a Anthony Quinn, Susana Giménez, los hermanos Sofovich… y tantos famosos. El dibujante Hermenegildo Sabat le dedica uno de sus libros: “A Kiko, que forma parte de este libro, con toda simpatía. Este volumen está dedicado a Kiko Salvo y Miguel Selinger” pone Sabat en la primera página.

La pasión por los juegos sin tanto azar, con la utilización de la inteligencia, lo convierte –a veces con el acompañamiento de Astor- en habitué de hipódromos, casinos y mesas de póquer. Se engolosinaba con la suerte que le era favorable y el dinero que ganaba. Pero no abandonó la empresa de seguros en la que trabajaba, ni su trabajo directivo en Independiente o en Club Pueblo Unido, ni su familia. Ni tampoco su pasión por la buena música y las acciones solidarias.

Pero el destino es parte inseparable de nuestra vida. Su libro quedó suspendido en la mitad de su recorrido. Latente. Su voz se escucha aún desde el grabador como una súplica: “No tengo tiempo…” Como si fuera ayer.
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