Con -y sin- César Tiempo en Bruselas

Escribe Luis Alposta

Fue saliendo de la Biblioteca Albertina, en Bruselas, “ciudad con olor a ceniza, a plumas recién arrancadas, a vientos veleidosos”, cuando conocí a César Tiempo. Nos presentó su hijo. Los alfileretazos de una imprevista lluvia nos obligaron a buscar refugio en un café.

Recuerdo que inició el diálogo con una pregunta: -¿Sabe Ud. qué significa Bruselas? Le dije que no y me respondió: -Proviene de la voz Brüoscella que quiere decir “morada en los pantanos”, nombre éste que viene de los tiempos del Duque Carlos de la Baja Lorena y que nada tiene que ver con el Manneken-pis, ese pibe de bronce que está en diuresis continua desde el siglo XVll.

De mediana estatura y tórax de tenor, la figura de César Tiempo remataba en una cabeza taurina con sonrisa de fauno y ojos con anteojos que remarcaban una mirada mágica y circular. Su voz, pausada y segura, era de una gravedad cálida. Su talento y sentido del humor, inagotables.

En aquellos días, dos noticias procedentes de la Argentina daban testimonio de la existencia de nuestro país: el rapto de Eichmann y la elección de Norma Nolan como Miss Universo. Cuando lo comenté, se limitó a decir irónicamente: -La Bella y la Bestia hubiese sido un buen titular.

En otra oportunidad, después de haberme mostrado la casa en que residió Roberto J. Payró -avenida Brugmann esquina Termidor-, hablando sobre la teoría de la relatividad, me dijo que creía más en la relatividad de las teorías y pasó al tema de los vinos franceses. Un tema que vino a cuento en el momento del brindis, dado que, a esa altura de la conversación, y creo no haberlo dicho, ya estabamos almorzando.

Y de los cepajes pasamos a la onomástica. Así supe que a Bianchi le gustó tanto la región de Borgoña, que hasta le tomó el nombre y comenzó a firmar con dos apellidos.
Dialogamos mucho. Además de una cultura universal, Tiempo poseía el don de saber escuchar. Me contó de sus entrevistas con Moravia y Bernard Shaw y de su amistad entrañable con Amadeo Nazzari y el torero Mario Cabré. Yo le hablé de mi estada en París, de mis versos y de los poetas surrealistas que acababa de conocer. Cuando le dije de mi encuentro con Bretón, me preguntó si los “cadáveres exquisitos” olían bien, y me siguió escuchando.

Después, durante algún tiempo -viajes y vigilias por medio- dejamos de vernos. Hasta que, un día entre los días, nos reencontramos en Buenos Aires. A partir de entonces, durante casi veinte años ininterrumpidos, pasé a ser su cofrade en la Academia Porteña del Lunfardo, el médico de Rebeca -su lúcida y nonagenaria madre- y me honré con su filadélfica amistad.

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