Acerca del corso

Escribe Luis Alposta.

Sarmiento, durante cuya presidencia se inauguró el primer corso, seguramente sabía que el hombre es la única criatura viviente que necesita di-vertirse, es decir, apartarse temporalmente de lo que es, para ser otra cosa, aunque más no sea durante un par de días al año, y poder evadirse así de su personalidad cotidiana. Caretas y disfraces procurándole al hombre escapar de sí mismo.

En los días en que nos visitara el filósofo alemán Hermann Keyserling, y calificara de “animal triste” al habitante de este lado del globo, viéndonos tan grises como los uniformes de los “musolinos”, el “Diccionaro Enciclopédico Hispano-Americano” registraba en sus páginas que Buenos Aires y Montevideo eran, quizá, las ciudades más alegres del mundo durante el carnaval. Tal vez, la síntesis podamos encontrarla en una definición de Ezequiel Martínez Estrada: “el carnaval es la fiesta de nuestra tristeza.”

Pero hoy, y desde hace ya muchísimo tiempo, ni siquiera es eso.
El tradicional desfile carnavalesco de la Avenida de Mayo ya no existe, y el corso al que asistimos ha pasado a ser un corso a contramano por el que trajinamos todo el año, sin arrojar siquiera una serpentina y volviendo a quemar vivo, cada día, al Oso Carolina.

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