30 años de la quema de libros en Sarandí
Escribe Antonio J. González
En estos días se cumplen 30 años de la quema de libros en un baldío de Sarandí, cerca de la Autopista a La Plata. No eran fuegos inocentes los que sorprendieron a los vecinos. Se estaban quemando montañas de libros y publicaciones del Centro de Editor de América Latina. Era el 30 de agosto de l980, en plena dictadura militar.
La Cámara Argentina del Libro recuerda este triste episodio: «… un grupo de camiones volcadores procedió a descargar un contenido poco frecuente: un millón y medio de libros y fascículos publicados por el Centro Editor de América Latina, secuestrados por la Policía Federal de los depósitos de la editorial por orden del juez federal de La Plata, mayor retirado del Ejército De la Serna. Acto seguido las fuerzas policiales rociaron con nafta la pila y le prendieron fuego. Los libros amontonados ardieron durante horas antes de quedar reducidos a cenizas. Obras de grandes escritores del país y del mundo, colecciones de historia y de ciencias, libros de poesía y enciclopedias, en fin… gran parte del maravilloso fondo editorial del Centro Editor, bajo el sello de Eudeba, se hizo literalmente humo.
No era la primera vez que las dictaduras y gobiernos de facto que soportamos durante muchas décadas, se ensañaban con los libros, los escritores y otras manifestaciones de las artes. ¿A qué le temían esos mandones que usurparon la representación política del país? Es fácil descubrirlo. A las verdades que encierran muchos libros. A las ideas de libertad y democracia que fluyen en muchas páginas. En suma, a la rebelión del pensamiento. La historia de nuestro país estuvo signada por la aventura represiva de eliminar la lectura de ciertos libros.
Prohibirlos, encarcelar a sus autores, amenazarlos o, como sucedió a partir de 1976, agregarlos a la lista de víctimas de esta locura, de este doloroso crimen.
El grado de insensatez y esquizofrenia era tal en las filas antidemocráticas que hasta las bibliotecas privadas y públicas llegaba el grado de sospecha. Los allanamientos buscaban la evidencia más preciada: la bibliografía «subversiva» o equivalente, así como los libros de contenidos anarquistas, socialistas, peronistas, marxistas o antifascistas.
En este caso, se eligió un descampado como lo era aquella zona de nuestra ciudad. Concluía así la persecución iniciada dos años antes continúa afirmando la Cámara de los editores- que incluyó el secuestro y prisión de empleados, amenazas, prohibiciones, clausuras; y se continuó, con un «juicio antisubversivo» contra el fundador y director del Centro, José Boris Spivacow, al que siguió el cierre de sus depósitos y el secuestro de sus ediciones. Esta gigantesca quema de libros es por su envergadura, un símbolo de lo que la última dictadura militar significó para la cultura argentina».
Sin embargo, luego de 30 años, Avellaneda parece no recordar este episodio trágico y doloroso para el país, ya no solamente para las artes, los libros, los editores y los autores. Sería auspicioso que algún día se señalara ese lugar con un monolito, una escultura alegórica o una simple referencia histórica. Es para tenerlo siempre presente si pretendemos que esos hechos no vuelvan a repetirse, y menos en la denominada ciudad de las artes, la cultura y el patrimonio histórico. Es parte de la deuda pública que muchas veces reclamamos. No creemos en los sordos de nacimiento para estos casos. Por lo tanto, siempre hay buenos oídos para las causas justas como la que hoy evocamos.
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