Un narrador de historias: Alejandro Rabinovich

Escribe Antonio J. González

Dejó su bicicleta en la puerta de entrada de mi casa, se acercó y me dijo. “Aquí le traje dos libros míos. Me gustaría que los lea. Son novelas.” Me miró a través de sus lentes. Esperaba una reacción. Hojée sus páginas. Sonreí. Él vivía a unas diez cuadras de mi domicilio en Sarandí. Por ese entonces (noviembre de 1962) nos habíamos conocido en una reunión en Gente de Arte, asociado a nuestro común interés por la literatura. “Dejame leer los libros y luego hablamos…” le dije.

Era de gestos sencillos, casi escondiendo con pudor su interés por inventar historias, imaginar las reacciones y actos de sus protagonistas, ahondar en los significados sociales, culturales y humanísticos que tiene esta delicada tarea creativa.

Alejandro Rabinovich me saludó tímidamente, subió a su bicicleta y se fue. Al leer sus páginas impresas descubrí a un narrador con la mirada sobre seres y circunstancias comunes a muchos de nosotros, en una geografía y relaciones ciudadanas afines a nuestra propia vida, casi diría que estaba describiendo hechos, personas y conflictos familiares a nuestra experiencia de todos los días. Tal era el grado de conexión entre la vida real y su literatura.

Por supuesto que luego le comenté mi impresión y él, con su clásica humildad, me dijo: “Cree usted que valen algo…”. ¡Cómo no iban a valer! Eran una mirada social sobre seres, circunstancias y conflictos que todos identificamos como propios de nuestra sociedad, y en particular, de quienes vivimos al sur del Riachuelo. Su primera novela era “El beso y la silla” que su amigo prologuista define como “…valiente, sincera sobre todo. Maneja todos los detalles con rara habilidad descriptiva. Al lector no le omite nada, todo lo dice. Es cruel a veces, pero veraz. Es humano, porque en todos los humanos habrá siempre debilidad”.

“Cuando el Paraná desemboca en el Riachuelo” fue el segundo libro que me entregó aquella mañana. Era la segunda novela que publicó, esta vez con un texto inicial de la escritora María Mombrú. “…hombre de pueblo, escritor de los humildes, de los que Dostoievski llamó “humillados y ofendidos”, nos introduce en el mundo de aquellos en toda su conmovedora sordidez.”. “Alejandro los mira con ternura –comenta más adelante- muchas veces los escucha y como los quiere entrañablemente, se sienta por las noches a contarnos cosas, a decirnos del duro aprendizaje de la vida, del misterio de la realidad cotidiana y del candor de los seres sencillos”.

Nos asombramos muchas veces, como yo en aquellos días de 1962, por la mágica comunicación que suelen producir los novelistas, los narradores, los entrañables inventores de las realidades que nos rodean. Y en particular, en este caso, la extraordinaria capacidad de visión, transfiguración y creatividad que se aplica para mover los hilos de estas historias, hablar desde la piel de personajes casi vivos, palpitantes, conocidos.

Don Alejandro seguramente sabía que es parte de la vida de los escritores esa capacidad de descubrimiento social y humano, la mirada de ternura y compasión que a veces traspasa las páginas de un libro para conmover a los lectores. Para él, tal vez, era algo natural, casi inexplicable. Él que era un trabajador barrial, con su clásica figura montada sobre la bicicleta y yendo, en una escapada, a bailar tangos en los centros de jubilados en Sarandi.

ajgpaloma@hotmail.com

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