Reflexiones de Monseñor Rubén Frassia

El Obispo de la Diócesis de Avellaneda – Lanús, en sus reflexiones radiales semanales, se refirió al Evangelio según San Juan 10,27-30 (ciclo C): «El discípulo atento escucha más y responde mejor», en el marco de la Jornada de oración por las vocaciones.

Jesús dijo «Mis ovejas escuchan mi voz y yo las conozco. Ellas me siguen y yo les doy vida eterna. Nunca perecerán y nadie las arrebatará jamás de mi mano. Aquello que el Padre me ha dado lo superará todo, y nadie puede arrebatarlo de la mano de mi Padre. Yo y el Padre somos una sola cosa.»

El discípulo atento escucha más y responde mejor

En este Evangelio se nos habla de las ovejas y del Pastor: de los discípulos y del Maestro. El discípulo tiene que estar muy atento a la voz y a la enseñanza del maestro. Y justamente sabiendo que el Maestro lo conoce muy bien, también quiere decir que nosotros -como  sus discípulos- debemos seguir al Maestro y seguirlo más de cerca.

En este mundo errante, relativista, de la dispersión y el consumo, donde de alguna manera se van diluyendo los vínculos y los intereses; vemos que a la gente parece que no le interesa nada ya que descarta cualquier cosa, demostrando desinterés por la vida, por la suerte de los demás. Sin embargo nosotros no somos un número ni una estadística, somos personas y cada uno de nosotros es importante y valemos mucho. No tanto por lo que tenemos -o por aquello que podamos producir- sino fundamentalmente por lo que somos.

La Iglesia quiere seguir, y sigue, la inspiración  del Evangelio teniendo en cuenta a la persona humana. Como a sus discípulos, Cristo nos da la vida eterna para no perecer jamás, y nadie nos va a entorpecer ni arrebatar de las manos del Maestro.

Tenemos que escuchar más para responder mejor. Tenemos que volver a la originalidad de las cosas propias: cuidar la familia, la fidelidad matrimonial, el respeto, cuidar los espacios de diálogo, de escucha, de las interrelaciones, de los vínculos entre unos y otros; porque a veces se vive una vida muy atomizada, muy desintegrada. Por eso no hay alegría, no hay entusiasmo ni compromiso, no hay fuerza ni vitalidad, y no hay interés.

Las familias tienen que volver a vivir el espíritu humano y el espíritu religioso; y de estas familias surgirán vocaciones sacerdotales y religiosas. Y nuestras comunidades, como familia diocesana, tienen que tener madurez para producir frutos, «y frutos en abundancia» En la comunidad, en la Iglesia, todos tenemos que aprender a seguir al Señor y responder a su invitación. Para ello es necesario dejar de elegir por sí  mismo el propio camino.

Seguirlo significa sumergir la propia voluntad en la voluntad de Jesús; darle verdaderamente la precedencia, ponerlo a Él en primer lugar frente a todo lo que forma parte de nuestra vida: la familia, el trabajo, los intereses personales, nosotros mismos. Es necesario volver a entregar la propia vida a Él y vivir con Él en profunda intimidad; a través de Él entrar en comunión con el Padre, con el Espíritu Santo y, en consecuencia, con los hermanos y hermanas. Dice Jesús, «mi Padre, que me ha dado las ovejas, es superior a todos y nadie puede arrebatar nada de las manos de mi Padre; y el Padre y yo somos una misma realidad»

Si uno responde al Señor, porque lo escuchó, no va a quedar defraudado; si uno responde al Señor y se entrega -porque imita a Jesús- Él los va a colmar con bendiciones y nunca los va a destruir o enfermar, sino al contrario los va a enaltecer. Y yo diría «los va a agrandar».

En el caso del sacerdocio ministerial, les va a extender la paternidad espiritual ya que de no ser padres de pocos pasarán a ser padres de muchos. Este es uno de los atributos más importantes de la vida sacerdotal: ¡ser padre de muchos o padre de todos!

Pidamos al Señor que siga llamando –y nos siga llamando- pero que también nos encuentre atentos a la respuesta y al cumplimiento con la entrega y la misión.

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