Junto con Jesús iba un gran gentío, y él, dándose vuelta, les dijo: «Cualquiera que venga a mí y no me ame más que a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta a su propia vida, no puede ser mi discípulo. El que no carga con su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo. ¿Quién de ustedes, si quiere edificar una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, para ver si tiene con qué terminarla? No sea que una vez puestos los cimientos, no pueda acabar y todos los que lo vean se rían de él, diciendo: Este comenzó a edificar y no pudo terminar. ¿Y qué rey, cuando sale en campaña contra otro, no se sienta antes a considerar si con diez mil hombres puede enfrentar al que viene contra él con veinte mil? Por el contrario, mientras el otro rey está todavía lejos, envía una embajada para negociar la paz. De la misma manera, cualquiera de ustedes que no renuncie a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo.
En la vida cristiana, y en la vida en general, la renuncia es un elemento importante para nuestro crecimiento. La renuncia no es para evadir sino para promover la asunción y la fidelidad en lo más humano. Renuncio no por egoísmo, no por estrategia, sino que es una renuncia para poder amar más.
Así es la vida consagrada: cuando uno entra en la vida religiosa, o ingresa en la vida sacerdotal, o se consagra a través de una vida especial en su bautismo, a través de alguna asociación eclesial, no es que uno renuncie para no amar, sino que esa renuncia está en aras y en intención para poder amar más; para poder vivir como hermano, como padre, como madre en la Iglesia. En lenguaje cristiano, la renuncia siempre es para amar más y para ser más humano.
Por la fe hay que mirar de frente la vida, con un máximo realismo y seguir a Jesús bajo el impulso del Espíritu Santo. El seguimiento, el discipulado, es esencial. Se lo sigue pero también se lo imita. Como vivió Cristo, como vivió el Maestro, así también tenemos que vivir nosotros, los discípulos.
Es importante destacar que en la renuncia, dentro de la vida cristiana que es para amar más, la primacía siempre la debe tener Dios. Y Dios no compite ni con la madre, ni con el padre, ni con el hijo, ni con la hija, ni con los hermanos, pero la primacía es ¡primero Dios! Y ese amor de Dios en Dios nos lleva también a un amor a nuestros hermanos.
Ahora bien: todos nosotros sabemos lo que necesitamos para poder madurar, para poder crecer, para poder ser más humano frente a tantos problemas de inseguridad, de pobreza, de injusticia, de carencias, de todo lo que el ser humano sufre y padece; pero el problema está en tener la voluntad de aplicar esa respuesta. El discípulo tiene que aplicar, tiene que vivir, haciendo la voluntad para lograr ese objetivo, esa finalidad.
Pero muchas veces no nos sentimos predispuestos a tomar esa decisión de la voluntad porque, para cambiar nuestra vida deberíamos cambiar nuestra manera de vivir. Y esto es algo que, normalmente, pedimos que hagan los demás pero, desde luego, no nosotros. Nosotros exigimos a los demás qué cosas tienen que hacer, cómo tienen que obrar, cómo tienen que comportarse, pero con uno mismo ¡no! Como si uno estuviera exento de esta urgencia y de esta necesidad. Recordemos: para cambiar nuestra vida debemos cambiar primero nuestra manera de vivir y el mundo será distinto.
Pidamos al Señor ser discípulos auténticamente testigos de aquello que creemos, de aquello que vivimos, de aquello que obramos y que expresamos cuando rezamos.
