Reflexiones de Monseñor Rubén Frassia

El Obispo de la Diócesis de Avellaneda – Lanús, en sus reflexiones radiales semanales, se refirió al Evangelio según San Lucas 7,11-17 (ciclo C): «Vivir con el corazón encendido».

Jesús se dirigió poco después a un pueblo llamado Naín, y con él iban sus discípulos y un buen número de personas. Cuando llegó a la puerta del pueblo, sacaban a enterrar a un muerto: era el hijo único de su madre, que era viuda, y mucha gente del pueblo la acompañaba. Al verla, el Señor se conmovió y le dijo: «No llores.» Después se acercó y tocó el féretro. Los que lo llevaban se detuvieron. Dijo Jesús entonces: «Joven, yo te lo ordeno, levántate.»  El muerto se incorporó y empezó a hablar. Y Jesús se lo entregó a su madre. Un santo temor se apoderó de todos y alababan a Dios, diciendo: «Es un gran profeta el que nos ha llegado. Dios ha visitado a su pueblo.» Lo mismo se rumoreaba de él en todo el país judío y en toda la región vecina.

Vivir con el corazón encendido

Es el relato evangélico del «Hijo de la viuda de Naím». Ciertamente que el Señor tiene el poder de sanar, de resucitar, de dar vida nueva, de renovar la existencia humana. Esto es fundamental porque la muerte ya tiene un límite, la muerte ha sido vencida. Así también tiene un límite el pecado. El pecado también ha sido vencido.

Por lo tanto la muerte ya no tiene la última palabra y el pecado no es la situación definitiva, sino que -realmente- si uno se abre, por medio de sus miserias a la misericordia de Dios, Dios nos vence con su ternura y con su misericordia.

El ingreso de Cristo provoca una nueva existencia, una nueva realidad. Lo importante no es que uno pueda vivir unos años más, sino que es una transformación cualitativa de vida que nos hace pasar de un estadío a otro. Con la presencia de Cristo, Dios nos da la presencia de lo infinito, de lo eterno, de lo absoluto, de aquello que no tiene ocaso y no tiene fin.

Este pasaje que nosotros tenemos que realizar, el pasaje de nuestra Pascua personal a través de la experiencia de la muerte, se ve colmado y confrontado con esa intervención propia de Dios que es absolutamente nueva y totalmente distinta: el pasaje del hombre en Dios es la Pascua de Cristo, que Dios mismo actúa en el Hijo del Hombre.

Siempre, ante nosotros,  la muerte tiene una actitud dolorosa y difícil, de limitación, pero está colmada y sostenida por la esperanza. La esperanza de que ella no tenga la última palabra y la esperanza de saber que hay vida en Dios; y saber que cuando pasamos de este «charco» al otro hay Alguien que nos espera con los brazos abiertos.

De esto estamos seguros y ciertos porque Él ha resucitado, porque Dios ha venido, ha colmado y ha saciado el desierto de la humanidad con el «agua viva», que es su corazón y su divinidad. De ahí la importancia que esta actitud de espera y esperanza, nos ayude a no cruzarnos de brazos y saber que lo que se amasa aquí, en la tierra, se vivirá plenamente en el cielo. ¡Pero hay que vivirlo acá, amasando las cosas, siendo buenas personas, siendo buenos cristianos, siendo buen hijo y buenos hermanos!

Pidamos al Señor que nos ayude a ver la Luz del Resucitado; que  no vivamos con esa luz apagada sino con el corazón encendido por la presencia viva del Espíritu Santo. Nuestra vida, si está iluminada, tiene gozo, tiene paz y tiene alegría.

¿Cómo anda tu paz?, ¿cómo anda su gozo?, ¿cómo anda su alegría? Si están presentes, uno podrá decir «está el Espíritu», pero si no está presente uno podrá decir «está faltando el espíritu».

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