Reflexiones de Monseñor Rubén Frassia

El Obispo de la Diócesis de Avellaneda – Lanús, en sus reflexiones radiales semanales, se refirió al Evangelio San Lucas 7,11-17: «Sanados por Jesús, seguir caminando».

Jesús se dirigió a una ciudad llamada Naím, acompañado de sus discípulos y de una gran multitud. Justamente cuando se acercaba a la puerta de la ciudad, llevaban a enterrar al hijo único de una mujer viuda, y mucha gente del lugar la acompañaba. Al verla, el Señor se conmovió y le dijo: «No llores». Después se acercó y tocó el féretro. Los que lo llevaban se detuvieron y Jesús dijo: «Joven, yo te lo ordeno, levántate». El muerto se incorporó y empezó a hablar. Y Jesús se lo entregó a su madre. Todos quedaron sobrecogidos de temor y alababan a Dios, diciendo: «Un gran profeta ha aparecido en medio de nosotros y Dios ha visitado a su Pueblo». El rumor de lo que Jesús acababa de hacer se difundió por toda la Judea y en toda la región vecina.

 

«Sanados por Jesús, seguir caminando»
En esta liturgia es Jesús que, ante la muerte, resucita a un joven hijo de esta mujer viuda, del pueblo de Naím. La liturgia del día también nos trae el Profeta Elías, del Antiguo Testamento, que resucita a un muerto, era un joven, un niño. Elías pide a Dios en Jesús y Jesús lo concede, lo da. Son distintas las participaciones y distintas las mediaciones. Jesucristo reza al Padre y le da el poder de resucitar. A Elías, la viuda, la madre, le pide; en Jesús nadie le pide, pero solo el dolor le habla y Jesús tiene compasión de ella.

 

¡Qué cosa tan hermosa! Antes que expresemos el  dolor de nuestra gente, de los ancianos, de los niños, de tantas violencias que se sufren, de tantas injusticias o de tantas inseguridades, el dolor ante tanta impotencia, que pareciera que el mal triunfa por doquier, Jesús tiene compasión de la gente ¡Jesús tiene compasión de nuestro pueblo!

 

Nos da como dos gracias fundamentales. La primera nos diviniza, nos hace sus hijos. Y la segunda perdona nuestros pecados. ¡Cosa extraordinaria! Jesús nos lleva a una plena comunión: creer que la filiación divina y la liberación del pecado son una realidad en nuestra vida. Nos hace sus hijos y nos libera de toda atadura de pecado. Cristo Resucitado es la raíz de nuestra vocación y de nuestra vida.

 

Ofrezcamos al Señor nuestros dolores y no sucumbamos ante ellos. El Señor, con su cercanía, no nos abandona, nos recoge, nos toma, nos levanta, nos anima, nos fortalece. Que Jesús nos diga, de nuevo, «hijo, hija, yo te lo ordeno, levántate» El Señor no mira nuestros resultados, él nos sana y nos cura para seguir caminando.

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