Reflexiones de Monseñor Frassia

El Obispo de la Diócesis de Avellaneda – Lanús, en sus reflexiones radiales semanales, se refirió al Evangelio de San Juan 9, 1-41 (ciclo A): «La ceguera de todos».

(forma breve) Jesús vio a un hombre ciego de nacimiento (…) escupió en la tierra, hizo barro con la saliva y lo puso sobre los ojos del ciego, diciéndole: «Ve a lavarte a la piscina de Siloé», que significa «Enviado». El ciego fue, se lavó y, al regresar, ya veía. Los vecinos y los que antes lo habían visto mendigar, se preguntaban: «¿No es este el que se sentaba a pedir limosna?».

Unos opinaban: «Es el mismo». «No, respondían otros, es uno que se le parece». El decía: «Soy realmente yo» (…) El que había sido ciego fue llevado ante los fariseos. Era sábado cuando Jesús hizo barro y le abrió los ojos.

Los fariseos, a su vez, le preguntaron cómo había llegado a ver. El les respondió: «Me puso barro sobre los ojos, me lavé y veo». Algunos fariseos decían: «Ese hombre no viene de Dios, porque no observa el sábado». Otros replicaban: «¿Cómo un pecador puede hacer semejantes signos?». Y se produjo una división entre ellos.

Entonces dijeron nuevamente al ciego: «Y tú, ¿qué dices del que te abrió los ojos?». El hombre respondió: «Es un profeta».

Ellos le respondieron: «Tú naciste lleno de pecado, y ¿quieres darnos lecciones?». Y lo echaron.

Jesús se enteró de que lo habían echado y, al encontrarlo, le preguntó: «¿Crees en el Hijo del hombre?». El respondió: «¿Quién es, Señor, para que crea en él?». Jesús le dijo: «Tú lo has visto: es el que te está hablando». Entonces él exclamó: «Creo, Señor», y se postró ante él. (…)
 
La ceguera de todos
El relato del ciego de nacimiento es la historia de cada uno de nosotros, porque está imposibilitado de ver. Pero muchos hombres y muchas mujeres caminan, ven, pero no «ven» porque a veces algunos piensan que la realidad es sólo lo que se ve, sólo lo que se toca, sólo lo que se siente; y no se dan cuenta que estas cosas también son reales. Pero hay otras más reales todavía: las que son invisibles, las que son esenciales y éstas son las que dan el sustento y sentido a lo que se ve.
 
Por eso es importante reconocer que todos nosotros padecemos de una cierta «ceguera»: ceguera del corazón, ceguera de la voluntad, ceguera de los sentimientos, ceguera del apostolado, ceguera de la comodidad; que de alguna forma nos van como trabando, poniendo obstáculos, para que no se aligere más nuestra vida, para que no seamos más disponibles para el Reino. Todavía hay mucha opacidad en el corazón humano.
 
El encuentro de este ciego de nacimiento con Jesús, y que Jesús sana, no concluye en la sanación de la visión, sino que también Jesús le pide -en un segundo encuentro- la confianza de la fe. «¿Crees en el Hijo del hombre?» le preguntó Jesús y él respondió «¿quién es Señor para que crea en él»?; «Tú lo has visto. El que te está hablando»
 
Estos signos, estas ocasiones, estas mediaciones que Dios nos permite experimentar, nos transportan a aquello que es más puro, aquello que es lo principal: la fe en Él. El que cree en Jesucristo, el Mesías, el Enviado, Aquel que tiene la vida, Aquel que es capaz de dar el agua, Aquel que es capaz de dar la vista, Aquel que es capaz de resucitar, es Cristo el Señor y nosotros tenemos que pedirle «¡Señor, quiero ver!», ¡Señor, aumenta mi fe!», para que mis pasos sean más livianos, para que mi caminar sea más definido, para que el apostolado sea más contundente.
 
A veces decimos en la Iglesia «somos misioneros», pero nadie puede ser misionero si primero no se encuentra con El. Cuando uno se encuentra con El, cuando es encontrado por El, experimenta el envío y así será posible la misión. La inquietud es que, si no tenemos fuerza para la misión, es porque todavía no lo hemos encontrado a El.
 
Que el Señor nos de la visión y aumente nuestra fe.

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