Los Castro con la música en la familia
Escribe Antonio J. González
Era una familia radicada en la Avellaneda a finales del siglo 19, cuando se extendían por la geografía de Buenos Aires y sus alrededores los inmigrantes europeos. La cabeza masculina de esa familia era gallego y músico. Ocupaba el puesto de violoncelista en las orquestas de los teatros Colón y Opera, e intervenía en los conjuntos que acompañaban a cantantes de la época, como el caso de Lola Membrives cuando actuaba como cupletera. Sus tres hijos fueron entonces el surco donde el músico depositaba aquella semilla creativa. El resultado no podía ser mejor. El mayor, José María Castro, seguía el mismo camino de su progenitor que cultivó en sus hijos el talento natural de cada uno. Fue compositor, director de orquesta, y violoncelista y actuó con frecuencia como solista. Compuso un concerto grosso, varios cuartetos, sonatas, oberturas, el ballet Georgia y el Preludio y tocata para cuerda.
Su obra El manantial, sobre texto de Rabindranath Tagore fue estrenada en 1929 en Buenos Aires por Jane Bathori. Compuso la Sinfonía Buenos Aires, estrenada póstumamente en 1966 en el teatro Colon, en la que asoman motivos de tango.
El segundo hijo, Juan José Castro, no podía escapar de ese destino marcado por la pasión paterna. Según decía Raquel Aguirre de Castro, segunda esposa del compositor, “apenas Juan José cumplió doce años, su padre empezó a llevarlo al teatro para que se acostumbrara a ese ambiente”. Y él iba a ser el más sobresaliente alumno en la familia. Compositor, director de orquesta, violinista y pianista, se convirtió en uno de los músicos argentinos de mayor prestigio de la primera mitad del siglo Veinte. Su talento y profesionalidad le permitieron ocupar el podio de las principales orquestas del mundo y despertar, con sus creaciones, la admiración de figuras de la talla de Stravinsky y Honegger, entre muchas otras.
Siendo hijo de padre gallego -expresó- me siento obligado a las tradiciones españolas, inspiradas en el ambiente ibérico y realizadas, por ejemplo, en La zapatera prodigiosa. Como hijo de la Argentina, en cambio, me atan lazos indestructibles a la típica expresión sonora criolla que caracteriza a la ópera Proserpina y el extranjero, cuya acción se desarrolla, tanto en el campo argentino como en los arrabales de Buenos Aires. Para Juan José Castro “trabajar por la música es hacer obra útil”. Esto no sólo se manifestó en su actividad pública sino también en la de creador. Su producción comprende desde las obras destinadas al género lírico, al ballet, a la música incidental para el teatro y el cine, hasta la orquesta (sola, con solistas y/o coro), los conjuntos de cámara, las canciones y las partituras para instrumentos solistas (piano, bandoneón). Ocupó la dirección del Teatro Colón y recibió muchas distinciones en el país y en el exterior.
El hermano menor tampoco eludía ese camino paterno. Washington Castro fue también compositor, director de orquesta, violonchelista, y autor de un tango para piano, Roca 625 y tres tangos para violoncello y piano. Su labor se desarrolló en las principales salas de la Capital Federal y del interior del país. Desempeñó el cargo de solista en organismos como la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires y Orquesta Sinfónica de Radio el Mundo. Fundó los cuartetos Haydn y Acedo, e integró, desde su creación, la Agrupación de Violonchelistas de Buenos Aires. Gracias al auspicio del Ministerio de Relaciones Exteriores, su actuación trascendió las fronteras en una exitosa gira de conciertos que realizó por París, Roma y Londres.
Dignos hijos de aquel inmigrante músico que un día construyó su familia en un rincón de aquella Avellaneda en época de crecimiento poblacional, asentamiento y desarrollo de un país no exento de conflictos.
Pero la música, ¡ah, la música!, estuvo también allí.
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