El Obispo Margni presidió la celebración del domingo de ramos

Dando comienzo a la Semana santa, el Padre Obispo Maxi Margni presidió el domingo pasado en horas de la mañana la celebración del domingo de ramos en nuestra Iglesia Catedral.

Compartimos sus palabras, en la homilía tras la lectura de la Pasión del Señor (Lc 22, 7.14 — 23, 56).
«Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23, 46). Son las últimas palabras que escuchamos decir a Jesús en la cruz. Son de algún modo el legado de Jesús, su testamento, que sigue resonando hoy. Nosotros, que en esta liturgia del Domingo de Ramos, lo hemos seguido en el camino que lo acerca a Jerusalén entre cantos de alegría y alabanza y culmina sobre el monte del Calvario en el silencio de la cruz, somos invitados a escuchar y contemplar de nuevo esta palabra.
«Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». Así muere Jesús, así da su vida. Es su hora más oscura: hora de la traición y el abandono, hora del escarnio y la tortura, hora de la condena injusta y la inhumana violencia… Y sin embargo, en esta hora Jesús tiene todavía esta palabra de confianza, de entrega, de abandono en las manos de Aquel por quien se sabe amado y sostenido.
Los demás evangelios nos han transmitido otra palabra de Jesús, tomada de un salmo que canta el sufrimiento y la esperanza del justo perseguido hasta su triunfo final: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15, 34; Mt 27, 46; Sal 22, 2). El evangelista Lucas —tal vez por temor a que sus lectores, quizás menos familiarizados con la Escritura, no llegaran a vislumbrar la esperanza escondida en esas palabras—, nos ha transmitido esta otra, tomada también de un salmo que canta la confianza del justo (cf. Sal 31, 6). Jesús añade una sola palabra, al comienzo: «Padre…».
En estas pocas palabras se condensa toda la vida de Jesús y el sentido de su muerte. Él, que había narrado con su palabra y con sus gestos la misericordia del Padre, su amor sin condiciones, su compasión que perdona, cura, devuelve la dignidad y vuelve a acoger en la mesa compartida a publicanos y pecadores, a últimos y excluidos… él, que había narrado con su vida —aún más que con sus dichos— a ese Dios de misericordia que se revela primero a los sencillos, a los perdidos, a los pobres, y quiere ser llamado Padre… muere también revelándonos al Padre. Muere perdonando: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hace». Muere abriendo horizontes de esperanza a aquel para quien ya no queda ninguna esperanza: «Hoy estarás conmigo…».
Para buscarnos hasta encontrarnos y abrazarnos en la misericordia del Padre, para ir detrás del ser humano perdido y sin esperanza, Jesús ha descendido al abismo del abandono y el sufrimiento, de la violencia y la muerte. Aquel que había hecho de su vida toda un único anuncio del amor del Padre, muere también revelándonos al Padre: misericordia sin condiciones, perdón que libera, cercanía entrañable con últimos y excluidos, compasión que pone de pie a los caídos y cura a los que van heridos por la vida, buena noticia anunciada a los pobres.
«Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». ¿Qué haremos ante este Jesús que muere de este modo? ¿Nos quedaremos mirando, indiferentes, como dice el evangelio que hacía la gente mientras Jesús era crucificado (Lc 23, 35)? ¿O sabremos decir, con el hombre crucificado a su lado: «Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino» (Lc 23, 42), abriéndole las puertas de nuestra vida aun si todo parece perdido? ¿Lloraremos piadosamente y nos desviviremos en lamentos, como aquellas mujeres que ven pasar a Jesús por el camino, pero sin asumir compromisos (Lc 23, 27ss)? ¿O haremos más bien como Simón de Cirene, que va «detrás de Jesús» cargando su cruz (Lc 23, 26; cf. 9, 23), es decir, su misma misericordia?
«Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». En la esperanza pascual de estos días santos, esperanza pascual de la vida nueva, contemplamos de nuevo esta palabra Jesús. En su cruz se nos revela la hondura de nuestro pecado, la crueldad de nuestras violencias, el precio de nuestras indiferencias. Pero se nos revela también la hondura aún mas radical y profunda de la misericordia del Padre, que a nadie declara perdido, que se hace infinitamente cercano a quien sufre, que a cada uno y cada una acoge en su abrazo, lo pone de pie, le rescata su vida.
Padre Obispo Maxi Margni
Obispo de Avellaneda-Lanús

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