El complot contra Oscar Wilde

Escribe: Roberto Díaz

El escritor irlandés Bernard Shaw lo presentía y lo comentó en su momento. Se cernía una terrible tormenta sobre su compatriota Oscar Wilde, pero éste no la veía. Seguía tensando la cuerda, provocando al establishment con su conducta y sus actitudes transgresoras sin darse cuenta que la sociedad pacata de aquel entonces, se tomaría revancha.

Oscar Wilde fue un escritor incomparable. Un hombre extremadamente humano, sensible por de más, un apasionado por la belleza y por el hedonismo de la vida.

Un esteta, un dandy, capaz de pasearse por Londres con un clavel verde en la solapa, pantalones entallados y sombrero de copa. En aquella época de ascetismo victoriano, Wilde apostaba a la vestimenta exótica y a las poses audaces y provocadoras.

Su relación sentimental con el hijo de un aristócrata, fue la causante de su ruina. Nadie, como él, para satirizar a la aristocracia inglesa. Pero quien haya leído, con suma atención, sus obras teatrales, llegará a la conclusión que había mucha compasión, mucha indulgencia en aquellas críticas. Oscar Wilde tenía una mirada sumamente cristiana (a pesar de profesar ideas socialistas) sobre las criaturas de su invención. Siempre me quedó grabado aquel diálogo en “La importancia de llamarse Ernesto” cuando una mujer de la aristocracia le dice a otra: “Fulanito es un canalla” y la otra le responde: “!Imposible! Estudió en Oxford”.

Estos latiguillos verbales, plenos de ingenio y mordacidad, no lastimaban demasiado. Un público ávido ocupaba las butacas de los teatros londinenses para reírse y gozar con las sátiras de Wilde. Seguramente, en ese proceso psicológico, cada uno pensaría que no era para él esa ironía y que, en cambio, le caía como anillo al dedo a algún otro aristócrata de su amistad. Los humanos somos así.
Pero lo cierto es que esa decisión desdichada que tomó Wilde, de iniciar un juicio al padre de su amante, fue la causante del desastre.

Se metía con un poderoso, con un “peso pesado” lleno de contactos y de influencias. Sus amigos hicieron todo lo posible para que depusiera su actitud, pero Wilde ya estaba lanzado y siguió adelante.

El resultado: un juicio condenatorio, dos años de prisión en la temible cárcel de Reading donde escribió: “La Balada de la cárcel de Reading”, un texto extraordinario, lleno de piedad y en contra de la pena de muerte.

“Todo hombre mata lo que ama…” dice en su parte más medular y la Balada adquiere un clima fatídico, envuelta en una extraña y sombría belleza, merced al talento sin par de un poeta, también sin par.

Este notable escritor, hijo de un famoso oftalmólogo de la época, que había operado de cataratas al rey Oscar de Suecia, con una madre revolucionaria irlandesa que escribía sus panfletos y los firmaba con seudónimo, fue un niño prodigio, que escribía poemas en griego a corta edad, que estudió en Oxford y que descolló como poeta, cuentista, novelista (un sola novela: “El retrato de Dorian Gray”) y que escribió textos tan sentidos como “El alma del hombre bajo el socialismo” y “De profundis”.

Tuve ocasión de traducir su teatro y su poesía y su inglés es increíblemente fácil de trasladar a nuestro idioma porque era un inglés cultísimo, lleno de palabras con raíz latina, transparente en sus imágenes.

Su teatro tiene un gran ingenio; les hace decir a sus personajes cosas desopilantes con la mayor seriedad y esa atmósfera de aturdimiento mental, banalidad y reuniones para vencer el aburrimiento, describen a una clase alta totalmente estupidizada.

El juicio que le urdieron fue una infamia; no tuvieron ni una pizca de respeto hacia un hombre que había cubierto de belleza a la Literatura. Fueron tan rufianes como para hundir a un Esteta en las mazmorras de Reading, adonde iban a parar los más indeseables.

Sus jueces quedaron sepultados por el polvo del Tiempo; a Wilde, su obra lo inmortalizó.

robertodiaz@uol.com.ar

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