Reflexiones de Monseñor Rubén Frassia

 

Cuando llegó el día fijado por la Ley de Moisés para la purificación, llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor, como está escrito en la Ley: Todo varón primogénito será consagrado al Señor. También debían ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o de pichones de paloma, como ordena la Ley del Señor. Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, que era justo y piadoso, y esperaba el consuelo de Israel. El Espíritu Santo estaba en él y le había revelado que no moriría antes de ver al Mesías del Señor. Conducido por el mismo Espíritu, fue al Templo, y cuando los padres de Jesús llevaron al niño para cumplir con él las prescripciones de la Ley, Simeón lo tomó en sus brazos y alabó a Dios, diciendo: “Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor muera en paz, como lo has prometido, porque mis ojos han visto la salvación que preparaste delante de todos los pueblos: luz para iluminar a las naciones paganas y gloria de tu pueblo Israel”. Su padre y su madre estaban admirados por lo que oían decir de él. Simeón, después de bendecirlos, dijo a María, la madre: “Este niño será causa de caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción, y a ti misma una espada te atravesará el corazón. Así se manifestarán claramente los pensamientos íntimos de muchos”. Estaba también allí una profetisa llamada Ana, hija de Fanuel, de la familia de Aser, mujer ya entrada en años, que, casada en su juventud, había vivido siete años con su marido. Desde entonces había permanecido viuda, y tenía ochenta y cuatro años. No se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día con ayunos y oraciones. Se presentó en ese mismo momento y se puso a dar gracias a Dios. Y hablaba acerca del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén. Después de cumplir todo lo que ordenaba la Ley del Señor, volvieron a su ciudad de Nazaret, en Galilea. El niño iba creciendo y se fortalecía, lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba con él.

 

La Sagrada Familia de Nazaret

La presencia de Jesús, el Señor, el Hijo de Dios y de María Virgen, nos hace pensar, remontar y concentrar en la verdadera familia de la Virgen María y San José. Ambos tan convenientes y necesarios para albergar, recibir, custodiar y acompañar a Jesús, el Hijo de Dios.  Dios bendice esta familia y su presencia, para nosotros, también significa una bendición especial que nos define, nos compromete y envía, dándonos una misión por cumplir.

 

En el texto vemos cómo, cada uno de los personajes al sentirse “tocado” por la presencia de Dios, cambia su proyecto pero son definidos en su misión. Hoy más que nunca tenemos que mirar a la Sagrada Familia para re-significar y redescubrir la importancia de nuestras familias ante la sociedad, ante la Iglesia; familias muy bien constituidas, muy bien armadas, colmadas de valores, de alegrías y también de dificultades, donde el amor tiene que prevalecer sabiendo que la familia es la célula básica de la sociedad y de la Iglesia.

 

Reconozcamos que nadie puede perturbar a la familia. El estado no es fuente sino custodio de la familia. También la Iglesia cuida a la familia. Tenemos que ser conscientes de volver a descubrir -si queremos ser humanos, vivir integrados y vinculados- la importancia capital de nuestras familias. No las abandonemos, no dejemos que lo informático la suplante, que la tecnología no quebrante los vínculos familiares, porque son más importantes las realidades que las imágenes virtuales. Es más importante vivir en familia, compartir un almuerzo, una cena y no la pérdida de tiempo frente a la “mamá televisión”

 

Pidamos a la Sagrada Familia que nos ayude a vivir estos valores y que nos de fuerzas para guardarlos, acrecentarlos y comunicarlos a los demás.